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de profesión incierta

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Despedida y cierre

Damas y caballeros, queridos e improbables visitantes de este blog:

Como blogero vuestro que soy, os debo una explicación. Y esa explicación que os debo, os la voy a pagar.

Esto ya no da más de sí. Lo dejo. La actualidad se ha vuelto tan horrible que soy incapaz de seguirla con humor. Me pongo malo. Supongo que el problema es mío, que me hago viejo. Sea como fuera o fuese, prefiero dedicar las fuerzas que me queden a cosas más gratificantes.

Continuaré, pues, en algún otro ámbito, resistiéndome –cada vez con menos fuerzas– a las tentaciones del silencio.

Disculpen las molestias.

 

 

Ocurrencias

Ocurrencias

Me recuerdo con cuatro o cinco años, intentando reproducir los fantasmas que dibujaba Tono en La Codorniz, muy consciente de que no me salían bien, de que tenían muchos fallos.

Recuerdo también que lo más desesperante era la sensación que tenía de que alguna vez había sabido dibujar y se me había olvidado. He vivido con esa angustia toda la vida.

Al final, he aprendido lo suficiente como para copiar el dibujo de un niño. Incluso puedo hacer un garabato. Pero ya no sé qué significa. Los que hacía de niño representaban lo que pensaba con total exactitud. 

 

 

Ocurrencias

Ocurrencias

No es muy difícil volver a ser niño: basta tener una nieta pequeña para comprobarlo.

Es imposible volver a ser joven: basta tener una nieta adolescente para comprobarlo.

 

 

Ocurrencio

Ocurrencio

Viendo el estupendo documental de Vicky Calavia sobre María Moliner, se me ocurre pensar que los pintores de por aquí hemos podido sentirnos ante la exposición de Pepe Bofarull, como pudieron sentirse los señores académicos ante el diccionario de doña María Moliner.

 

 

Como ya les avisé, esta tarde inaugura exposición en el Palacio de Montcada de Fraga, mi amigo José Luis Tomás.

Para esta exposición, JLT ha desarrollado el siguiente juego: escribir en cada cuadro una palabra de carácter económico y acompañarla del texto que explica otra de las acepciones que puede tener, según el diccionario.

JLT me invitó a participar en el juego escribiendo un micro relato para cada cuadro, en el que aparecieran las dos acepciones de cada palabra, la habitual en economía y la que figura escrita en el lienzo.

Como ejemplo, les dejo uno de los microrrelatos en los que me atreví con el soneto. Siento no tener la imagen del cuadro, para que quedase más claro.

 

Dinero

Moneda de plata y cobre usada en Castilla en el siglo XI, y que equivalía a dos cornados.

 

Andaba el señor marqués

algo escaso de dinero

y llamó a un chamarilero

para venderle un arnés.

 

–Os doy cuarenta cornados.

–¡Pardiez, señor desahogado,

mire usted estos biselados!

–Mire usted estos oxidados,

 

este apaño con alambre…

–¡O me pagáis más dineros

u os convierto en fiambre!

 

–No hagáis tal, buen caballero:

“Menos cornados da el hambre”,

como diría un torero.

 

 

El payaso que hay en ti

El payaso que hay en ti

Esto, más o menos, es lo que dije en la presentación del libro de Caroline Dream.

 

Fíjense si será raro el mundo de los payasos, que Caroline Dream, la autora de este libro, ha elegido a uno de sus alumnos más torpes para que lo presente. Yo.

Además, no pretende que hable de ella o de su libro (de los dos podría contar maravillas, como tantos otros alumnos que escriben en su página web), sino de mi experiencia en sus cursos, concretamente, y por eso, y no por afán de protagonismo, no me queda más remedio que seguir hablándoles de mí y contarles, en primer lugar, dos traumas de mi vida: uno de infancia y otro, de adolescencia.

 

A los cinco años me llevaron al colegio, a un colegio de monjas. El primer día, mientras mi madre me arrastraba de la mano, me debatía en esa bipolaridad tan aragonesa: Por una parte, estaba aterrorizado; por otra, iba muy seguro de mí mismo porque ya sabía leer: La m con la a, ma; la m con la a, ma: mamá. Así que me decía:

–Muy mal se tienen que poner hoy las cosas, para que no sepa contestar a las preguntas de la monja.

La primera pregunta de la monja fue:

–¿Tres y dos?

¿Qué dice esta buena señora? ¡¿Qué clase de pregunta era esa?! ¡No tenía ni idea de lo que me estaba hablando!

Se conoce que mi madre era de letras y la monja, de ciencias. El trauma fue tan tremendo que, desde entonces, tengo problemas muy serios con los números, y soy incapaz de recordar los teléfonos, las fechas o los precios.

 

Demos un salto de diez años. Por aquel entonces, yo hacía el bachiller superior en los maristas y salía de excursión con los boy scouts. Lo que se dice, un mundo de hombres. Las chicas me gustaban mucho pero no tenía trato con ellas. Era un tímido patológico.

Aquella nochevieja, la patrulla de los boy scouts nos juntamos a beber cerveza, por primera vez, en la torre que tenían, en la Almozara, los padres de Pedro.

Allí estábamos, hablando de literatura (el marqués de Bradomín, Tarzán de los monos…), como si fuéramos el club de los poetas muertos de Zaragoza, cuando se abrió la puerta y apareció el torrero, el señor que realmente trabajaba en la torre:

–¿Aquí estáis vosotros? (La pregunta del aragonés, que pregunta lo que ve.) ¡Pero si mis hijas están en la torre de enfrente, con las hijas del guardia civil y otras amiguicas! ¡Ahora mismo les digo que pasen a bailar!

Nada más salir el buen hombre, entramos en una especie de excitación hormonal incontrolada, que nos cortó Pedro en seco:

–Esperad a verlas.

Esperamos. ¿Ustedes se acuerdan de Françoise Hardy? ¿No se acuerdan? Es igual. En aquellos tiempos, todos estábamos enamorados de Françoise Hardy. Pues, bien, las hijas del torrero y las del guardia civil, eran todo lo contrario.

Nosotros, sin embargo, como unos caballeros, las sacamos a bailar. Bueno, también las sacamos a bailar porque las pobres chicas habían venido acompañadas por sus madres, sus padres, sus abuelas, sus abuelos, sus tías, los cuñados, los hermanicos pequeños, los parientes del pueblo y varios números de la Benemérita. No teníamos escapatoria. Se sentaron rodeándonos y vigilando que bailásemos como Dios manda. ¿Qué íbamos a hacer? Para añadir más tensión, los cuñados empezaron a mosquearse:

–¿No hay ningún disco de pasodobles o qué?

Yo no había bailado en mi vida, pero algo había oído de que había que contar: un, dos, tres, un, dos, tres… En fin, ya les he explicado antes los problemas que arrastro con los números desde las monjas… Mejor dejarlo aquí y no entrar en detalles.

Después de aquella noche aciaga, me pasó con las chicas como con los números. Más o menos. Las chicas, al final, fueron más clementes conmigo.

 

Bien, otro pequeño salto de cincuenta años (qué rápido pasa el tiempo) y nos encontramos con que me acababa de jubilar y ante mí se abría una nueva vida llena de posibilidades insospechadas.

Un día, en un escaparate de mi barrio, me fascinó la foto en blanco y negro de una señora con nariz roja y peluca a lo Andy Warhol. Desde que descubrí a Rita Tushingham en The Knack, la película de Richard Lester, de 1965, no había visto nada igual. Y me refiero concretamente a esa mezcla genial de potencia expresiva y fragilidad enternecedora, tan a lo Buster Keaton. Entendería que si no se acuerdan ustedes de Françoise Hardy, aún se acuerden menos de Rita Tushingham, pero no me digan que no saben quién fue Buster Keaton. No me hagan enfadar, por favor se lo pido.

Bien. Como ya habrán adivinado (menudos son ustedes), la foto que me fascinó desde el escaparate de una peluquería era de Caroline y el cartel anunciaba sus cursillos de clown. Pasé y volví a pasar por delante del escaparate, una y otra vez, preguntándome:

–¿Y por qué no?

Me lo estuve preguntando más de un año. Al final me decidí y me matriculé en el curso que no era. Me matriculé en un curso de nivel avanzado, para el que había que tener experiencia previa. Y yo no tenía ninguna, si exceptuamos que había estado viendo actuaciones de payasos en Youtube. De todas formas, Caroline me aceptó en el curso.

 

Le comenté mi proyecto a un amigo que se dedica a la danza terapia y comentó en plan agorero:

–¿Clown? Es una disciplina muy dura.

–¿Por qué?

–Porque en el clown, siempre partes del fracaso. Es la base sobre la que trabajas.

¡Dios mío! Pero, ¿eso no era algo de hacer reír? ¿En qué lío me había metido?

 

Llegué al curso aterrorizado, pero confiando en que Caroline me daría algún tipo de recetas, como hicieron mis profesores de Bellas Artes: Amarillo con azul: verde. Por ejemplo. O ya, en plan más avanzado: Si sale con barbas, san Antón, y si no, la Purísima Concepción. Pero no. Siempre me imagino las cosas como no son.

Les cuento qué pasó exactamente.

Hicimos un corro de sillas, nos sentamos, nos presentamos y Caroline me preguntó:

–¿Por qué estás aquí?

–Estoy buscando herramientas para gestionar mi vejez con cierta dignidad.

Creo que la respuesta me quedó redonda. Tan redonda que, a partir de ahí, todo fue rodando. Cuesta abajo. Despeñándose, más bien. O más mal.

Cada uno de mis compañeros dio sus razones para asistir al curso y, después de calentar un poco, jugando a tu-la, nos vestimos de payaso. Cada uno se vistió de lo que le dio la gana, desde payaso de tienda de disfraces hasta superman melenudo, pasando por colegiala malévola. Yo me puse una camiseta de tirantes y una capucha que me daba un aspecto siniestro, como de payaso de alcantarilla o algo así. Caroline me levantó la capucha de un manotazo:

–Esto fuera, que se te vea la cara, no te escondas.

Increíble. Me había pillado a la primera. Antes, incluso, de que yo mismo comprendiera para qué me servía la capucha.

Como no tenía un plan B, entre varios compañeros me vistieron de granjero último modelo, con un pantalón de peto y un gorro de paja. No me veía yo muy puesto en el papel, la verdad. Entre otras cosas, porque, al ponerme las zapatillas, me dio un crujido el lumbago y no me podía mover. Peor lo tuvo otra compañera a la que, casi al mismo tiempo, se le salió la rodilla de su sitio.

 

En fin. Se creó un espacio a modo de escenario entre dos mamparas negras y una hilera de sillas y Caroline dijo:

–¡Dos payasos!

Y salieron a escena dos voluntarios. Pasaron tras una mampara y Caroline dijo:

–Sois dos náufragos.

O algo por el estilo, no me hagan mucho caso. En realidad, no tengo ni idea de como empezó el cursillo. Estaba tan preocupado por el giro que tomaban los acontecimientos, que ni sabía ni lo qué pasaba ante mis narices. Las dos narices, pobres, la normal y la roja, desvariaban:

–¿Cómo voy a salir a improvisar sin haberlo preparado antes?

–Eso es improvisar, ¿no? De eso se trata.

–Ya, pero, ¿cómo se hace?

–Improvisando.

–Mujer, yo solo, aún, pero, con otros, ¿cómo?

–Como hacía con mi nieta, por ejemplo.

–Pero mi nieta era más proclive a la tragedia que a la comedia.

–Pero yo no soy mi nieta.

–Pero con mi nieta improvisaba en la intimidad.

–O sea, que me tenía que haber apuntado a unas clases particulares.

Empecé a bloquearme, a bloquearme, hasta que me bloqueé del todo y sufrí una regresión de padre y muy señor mío.

Ustedes se preguntarán:

–¿En qué quedamos, estabas bloqueado o en regresión? Y en regresión, ¿hacia dónde?

A la primera pregunta, responderé que la bipolaridad permite esas contradicciones. A la segunda, que regresé a mis cinco años. Exactamente, al momento en el que la monja me preguntó:

–¿Tres y dos?

Como aquella vez, sentí que me habían cambiado las reglas del juego, cuando la realidad era que las desconocía por completo. Aún oígo las risotadas bordes de los parvulicos, cuando la monja preguntó:

–¿Tres y dos?

Y yo respondí:

–Nueve.

Ahora, sesenta años más tarde, estaba tan obnuvilado, que me costó comprender que las risas de mis compañeros no habrían sido otra humillación sino un éxito.

 

Estaba catatónico. Permanecí agarrado a la silla, sin levantar el culo, tanto rato como me permitió la lumbalgia. Pero, todo tiene un límite. Ya no sabía como ponerme y, además, no podía seguir escaqueándome. Así que, cuando Caroline volvió a decir por enésima vez: “Otros dos payasos”, hice de tripas corazón y salí a escena. Detrás de mí salió una señora de apariencia muy agradable. Delgada y con gafas, parecía una profesora de Massachusetts. La señora agradable y yo pasamos tras la mampara. No sé qué dijo Caroline pero, nada más colocarnos las narices y al tiempo que volvíamos a escena, la señora agradable se me agarró del brazo muerta de miedo. No sé si era de verdad o lo fingía. Como yo también estaba muerto de miedo y Caroline había dicho que había que seguir el juego que te proponía el compañero, empecé a temblar también, atrapado en aquel aterrador abrazo.

Al cabo de un rato sin que pasase nada más, empecé a sentirme como en la nochevieja de mi primer baile: Agarrado a una desconocida sin saber qué hacer y con todo el mundo mirando. La señora agradable, más que una profesora de Massachusetts, empezó a parecerme la hija de un guardia civil. No creo que ambas cosas sean incompatibles. Seguíamos dando pequeños pasos por el escenario sin dejar de temblar y cada vez más aterrorizados. Pero, además, de verdad.

Me dio tiempo de recordar un cuento que oía temblando por la radio: Llega Simbad a una isla y, desde un árbol, un viejo esquelético se descuelga sobre sus hombros y se queda encima de él durante varios años. No recuerdo como se libraba Simbad de semejante situación. En mi caso, me salvó Caroline que se levantó gritando, al borde de un ataque de nervios:

–¡¡Qué horror, qué horror, dos payasos desastre!! ¡¡Fuera, fuera!!

Nos sacó del escenario empujándonos con todas sus fuerzas. No sabe como se lo agradecí. Nunca le he dado las gracias.

Desde ese momento, cada vez que Caroline pedía voluntarios, yo luchaba con mi bloqueo, al mismo tiempo que procuraba no volver a coincidir con la señora agradable.

 

Caroline ponía mucho empeño en que todos fuéramos generosos con los compañeros. En cuanto uno abusaba de protagonismo, Caroline le gritaba:

–¡Pasa el foco!

En ese ambiente de buen rollo, me avergonzaba evitar a la señora agradable, pero bastante tenía con lo mío.

 

Me fascinaba el trabajo de mis compañeros. Eran buenísimos. Profesionales, diría yo. Y se lo estaban pasando en grande. Qué envidia. Qué risa.

Me recordaban a los párvulos que sabían responder a la monja.

–¿Tres y dos?

–Cinco.

Yo me rompía la cabeza tratando de entender como hacían aquellos niños para adivinar el número que pensaba la monja. ¿Tendrían poderes telepáticos? ¿Tan pequeños?

Ahora me pasaba lo mismo.

 

Salí de nuevo, con otra compañera, a la que Caroline había llamado la atención por sus melindres de niña pequeña:

–¿Cuántos años tienes?

Desconcierto de la compañera.

–Tú eres una payasa, no una niña. No es lo mismo. No tienes que representar ningún papel. Ni de niña, ni de nada. Tienes que ser tú misma.

Pero, resulta que mi compañera era realmente una niña pequeña, tan pequeña y tan mandona como mi nieta. Como no me dejaba meter baza, me resigné a ser su muñeco favorito y a dejarme peinar con un rastrillo.

 

Otra vez, Caroline me dijo:

–Tu problema es que no te ves.

Seguro. No me veo ni cuando me peino delante del espejo con un peine normal, como para verme en ese brete. En realidad, no veía nada. Ni a Caroline, ni a los compañeros con los que actuaba, ni al público…

–¡Es importantísimo escuchar al público! ¡Tómate tu tiempo!

Imposible. En mis salidas a escena, mi único propósito era hacer mutis por el foro antes de que el público tuviera tiempo de verme.

En uno de los ejercicios, Caroline dijo:

–Ha caído un meteorito.

Y, de uno en uno, mis compañeros salieron haciendo grandes aspavientos. El meteorito cada vez era más grande y más destructor. Cuando me llegó el turno, me pareció divertido que semejante piedra me hubiera caído en la cabeza y en lugar de chafarme me hubiera hecho un chichón. Así que salí llorando, me levanté el sombrero, me señalé la cabeza y dije:

–¡¡Pupa!!

Creo que la idea era buena, pero la ejecución fue tan acelerada, que no sé si alguien entendió de qué iba.

Bloqueado para hacer el payaso, eché mano de otras disciplinas: toqué la armónica, realicé movimientos de taichi...

Oía voces lejanas:

–¿Qué hace?

–No sé... No lo entiendo...

No conseguía hacer reír a nadie, pero desconcertaba a todos. Luego me enteré por el libro que presentamos, de que eso es lo peor que puede hacer un payaso.

 

Volví a salir con otros dos compañeros, un chico y una chica. Caroline dijo:

–Estais conmocionados por lo que acabais de ver.

Yo estaba conmocionado por todo. Naturalmente, ninguno sabía lo que acabábamos de ver. Nos pusimos las narices y salimos haciendo gestos de “menudo lo que hemos visto”, hasta que la compañera, inspirada, gritó:

–¡¡¡Ha volcado un camión!!!

Apoyamos sus palabras:

–¡¡¡Ha volcado un camión, ha volcado un camión!!!

La compañera, siguió inspirada:

–¡¡¡Un camión lleno de zanahorias!!!

Volvimos a apoyar sus palabras:

–¡¡¡Lleno, lleno de zanahorias, cientos de zanahorias, miles de zanahorias, millones de zanahorias!!!

La compañera estaba embalada:

–¡¡¡Venían los conejos como locos!!!

Nos centramos en los conejos locos. Miles de conejos locos.

–¡¡¡A comerse las zanahorias!!!

Todos movimos el hocico como los conejos. Caroline dijo:

–¡Quiero ver alguna zanahoria!

Me puse de puntillas y me quedé rígido.

–¿Nada más? ¿Eso es una zanahoria?

Levanté los brazos por encima de la cabeza y agité los dedos como si fueran hojitas. Intenté poner cara de haba, que me parecía lo más parecido a una zanahoria, en esas circunstancias. Creo que a mis compañeros les hizo gracia.

–Si algo funciona, repítelo.

Es lo que hice el resto del cursillo, viniera o no viniera a cuento.

 

Yo me había matriculado como de tapadillo, como con vergüenza, sin decírselo a nadie y esperando que nadie se enterara. De pronto, en un descanso, la compañera de las zanahorias me preguntó:

–Oye, ¿tú no eres josé luis cano?

Tuve que admitirlo, claro. Era sobrina de un amigo mío. Rápidamente corrió la voz:

–Es cano, el del Heraldo.

Lo que me faltaba. Primero me quitan la capucha y luego, la clandestinidad.

Sin embargo, ya ven... aquí estoy ahora, contándoles todo esto, sin ningún pudor.

Es lo que tiene hacer un cursillo con Caroline.

 

En la comida, me dijo:

–Esta tarde voy a dedicarte un rato, a ver si consigo que te veas.

Se me pusieron los pelos como escarpias sólo de pensarlo. Por la mañana le había dedicado un rato a un compañero que se empeñaba en hacer el payaso de la forma más estereotipada posible, y no me habría gustado estar en su pellejo.

Se lo agradecí calurosamente:

–Muchas gracias, Caroline, pero no pierdas el tiempo conmigo, por favor.

Argumenté que estaba allí por equivocación y que no volvería jamás. Lo dejó correr. Tampoco por eso le he dado las gracias.

 

A punto de acabar el cursillo, Caroline dijo:

–Cinco payasos.

Entre tal muchedumbre, podía camuflarme mejor. Caroline puso música. El sirtaki. Bailábamos con una sábana que, en algún momento, se convirtió en el mar. Me agarré a una esquina y empecé a soltar toda la tensión que llevaba acumulada, como si fuera el mismísimo Polifemo. Entendería que si no se acuerdan de Françoise Hardy, tampoco se acuerden de Polifemo. Estaba tan concentrado en el salvaje oleaje que producía, que no me enteré de que estaba teniendo un éxito descomunal.

Caroline me animó:

–Por fin has entrado.

O sea, que era eso: que para que tú entres, tiene que salir el payaso que llevas dentro. O viceversa, no sé. Algo así.

 

El último ejercicio consistió en imitar la actuación de un compañero. Caroline imitó a la señora agradable. Me impresionó mucho que al ponerse la nariz roja, apareciera un brillo en sus ojos que nunca había visto. Un brillo exagerado. Deslumbrante. ¿Cómo lo hace? Supongo que es una de esas cosas que no se pueden enseñar.

 

Acabé el cursillo como un perro apaleado.

Le repetí a Caroline, en plan pelmazo:

–Muchas gracias, Caroline. Encantado de haberte conocido, pero no volveré más. Ya he comprobado que esto no es para mí.

Al día siguiente, nada más levantarme de la cama, tomé una decisión:

–Volveré.

No recuerdo que aquella noche pasara nada especial, no puedo explicarles mi reacción. Supongo que fue la conclusión del cursillo, en diferido. En forma de simulación, no, porque, si me he explicado bien, habrán visto que dos días de cursillo con Caroline equivalen a diez años de psicoanálisis. En sus cursillos todo es de verdad de la buena.

 

Me compré este libro. Me lo leí dos veces seguidas con mucha atención. Lo vi todo mucho más claro y le envié un e-mail a Caroline:

–Ya he entendido de qué va esto.

Me respondió:

–Qué suerte, yo cada vez tengo más dudas.

Esta señora, aquí donde la ven, sabe más que Sócrates y Descartes juntos.

 

Mañana empiezo mi tercer cursillo. Llevo meses esperándolo. ¿Por qué? No lo sé. No soy especialmente masoquista, ni tengo ningún interés profesional en esto. ¿Entonces? Supongo que el arte del clown, como todas las demás artes, es a la vez un veneno y su antídoto, una patología y una terapia. O, a lo mejor, simplemente, es que mi nieta se ha hecho mayor y ya no tengo con quién jugar.

 

 

 

El arte de la cita

El arte de la cita

Aquí les dejo un texto que escribí hace tiempo y que me sirvió para seguir desarrollando todo un espectáculo sobre el arte del siglo XX que, probablemente, no vean nunca sobre un escenario.

 

El arte de la cita

 

“Soy mimo conceptual contemporáneo… Es lo que hay”. (Tras la primera frase, el payaso mueve la cabeza repetidamente, afirmando. Al decir la última, se encoge de hombros y muestra las palmas de las manos.)

Esto es una cita. No es que haya quedado con ustedes, no. Bueno, sí. Sí pero no. Quiero decir que lo que acabo de decir es una cita… Que estoy citando a otro señor que ha dicho eso, un señor que se llama Alex Navarro. Habría estado bien hacer así con los dedos (signo de comillas), habría sido lo suyo, lo correcto, pero no lo puedo soportar. Es un gesto que me revienta. Hago así con los dedicos (signo de comillas) y poto. (Gestos correspondientes.)

El caso es que Alex Navarro dice: “Soy mimo conceptual contemporáneo… Es lo que hay”. Y yo repito: “Soy mimo conceptual contemporáneo… Es lo que hay”. (Repite los mismos gestos cada vez.)

¿Y por qué?, se preguntarán ustedes. Pues porque soy un mimo conceptual contemporáneo. Si el señor Alex Navarro dijera: “Soy mimo conceptual contemporáneo… Es lo que hay”, y yo no fuera un mimo conceptual contemporáneo, me limitaría a responder: Yo, también. O yo tan mal, eso ya depende de cada uno.

Pero como soy un payaso conceptual, tengo que citar. Es lo que tiene ser payaso conceptual, que tienes que citar… (Gestos como diciendo: es lo que hay.)

Se puede citar de muchas maneras. Se puede citar discretamente: “Soy mimo conceptual contemporáneo… Es lo que hay”. (Girando la cabeza y tapándose la boca con la mano.) Se puede citar ostentosamente: “¡Soy mimo conceptual contemporáneo… Es lo que hay!”. (Gestos grandilocuentes.) Puedo citar sin palabras: (El payaso se señala, coge su nariz, la suelta, esconde las manos detrás de la espalda mientras da vueltas a la cabeza. Mira la hora, la enseña y se vuelve a señalar a sí mismo. Se para, mueve la cabeza afirmando repetidamente y se encoje de hombros enseñando las palmas.)

Se puede citar… ¡¿Deconstruyendo?! ¡¿Quién ha dicho deconstruyendo?! ¡Vamos a ver, vamos a ver, vamos a ver…! ¡No queramos correr antes de andar! (pasos penosos por el escenario.) ¡Por favor se lo pido!

 

Yo cito de memoria. Lo malo es que no tengo. Me… Memo… Memoria. No tengo. De ahí que sea minimalista. “Conceptual minimalista”. Esto es otra cita. De Alex Navarro… (Gestos como diciendo: es lo que hay.)

En realidad, lo mío, más que citas minimalistas son citas a ciegas. Como no tengo memoria, cito a tontas y a locas y luego pasa lo que pasa… Con las tontas.

Y con las locas, ni te cuento.

¡Y con las citas… Uf!

Las unas con las otras… Se imaginan, ¿no? (Gran gesticulación creando una maraña con las manos.)

Ahora ustedes, al oírme hablar a tontas y a locas, querrán que ponga ejemplos.

(Mira insistentemente al público.) No, si no quieren que ponga ejemplos lo dicen y en paz.

Anda que no son ustedes conceptuales ni nada. ¡¡¡Sin ejemplos, sin ejemplos, hala, todo teoría!!! ¡Qué barbaridad! ¡¡¡Deconstrucción, deconstrucción, venga…!!! (agitando las manos como un energúmeno.) ¿Quieren ejemplos o no? Pues, ¡díganlo, hombre, díganlo!

Ejemplo:

“Puede que los ricos monten en camello, pero no es tan fácil que vean a través del ojo de una aguja”. Cito de memoria, pero ya habrán adivinado a quién. (Mira al público asintiendo con la cabeza) A la señora Gamp, exactamente.

Pero, la señora Gamp, se preguntarán ustedes, ¿era tonta o loca? No se sabe. En realidad, la señora Gamp no existió. La señora Gamp era Dickens. Dickens fue quién escribió: “Puede que los ricos monten a ojo, pero no es tan fácil que encuentren una aguja en un camello”.

¿La señora Gamp era Dickens? También dicen que era cierta enfermera, a la que Dickens oyó decir: “Puede que los camellos enhebren a los ricos, pero no es tan fácil que monten una aguja a ojo”.

El tema de los camellos y las agujas es muy socorrido. Recurrente, que diríamos los “conceptual clowns”. Por eso Dickens citó a la enfermera Gamp. Bueno, no sabemos si la enfermera se llamaba Gamp. Dickens, en cambio, se llamaba Dickens. Seguro.

“Puede que los ricos monten en camello, pero no es tan fácil que vean a través del ojo de una aguja.”. Una cita literal. Y literaria, si a eso vamos.

No como las mías, que son minimalistas. Y de segunda mano, porque cito a Dickens que cita a la enfermera, que vete tú a saber a quién estaría citando…

¿Y si uno es payaso conceptual contemporáneo y no cita? Pues eso se llama apropiacionismo, que es una rama conceptual distinta de la que hemos visto hoy.

 

 

 

 

 

El muso

El muso

Estoy escribiendo un espectáculo sobre el arte del siglo XX y, en alguna de las versiones que llevo entre manos, aparecía el siguiente texto con el siguiente título: El muso. Mi intención era ironizar sobre la reacción del machismo ante el arte feminista, pero le pasé el texto a una amiga feminista y me dijo que le parecía bastante machista.

Dudo más de mi talento como escritor que del sentido del humor de mi amiga, pero no acabé de entender su reacción y lo cierto es que, varios meses después, sigo perplejo. Si alguno o alguna de mis improbables lectores o lectoras quiere dejar algún comentario o comentaria (y esto sólo es una ironía sobre las nuevas modas en el uso de los géneros), se lo agradeceré de todo corazón.

EL MUSO

Suena, a todo volumen, la coda del paso a dos del ballet Cascanueces. El maestro de ceremonias vuelve a presentar:

MAESTRO DE CEREMONIAS. –Queridos niños, queridas niñas: ¡¡Lo nunca visto!! ¡¡¡El muso!!!

Aparece un guaperas cachas, moderno y desustanciado:

MUSO. –Hola, soy un muso. Mosso, no: Muso. De musa: muso. Las musas, con mayúscula, siguen siendo las mismas nueve señoras de siempre, ya saben:

Intentando recordar.

MUSO. –Eh… Talía… Terpsícore… Eh… Y así sucesivamente. Pero luego están las musas con minúscula, las musicas de cada artista. Yoko Ono, por ejemplo, la musica de John Lennon. La señora Ono, que de artista fluxus pasó a musica y de musica pasó a artista postfluxus. Mucha puerta giratoria que hay por ahí. Otra musa: Gala, la de Dalí. Dalí, que era un moderno y un inútil, se echó a Gala de musa y acabó hecho un clásico y un millonario. Las musas suelen tener mucho talento. En cambio los musos, con que estemos cachas y seamos guapicos de cara… (Indignado) ¡Coño, tía, para eso, búscate un bombero!

Aparece en una esquina una guerrilla girl.

GUERRILLERA. –¿Y de qué te crees que tienes las ideas, guapo?

El muso la ignora.

MUSO. –Es lo que tiene ser muso, que si musa ya es un concepto viejuno y obsoleto, muso ya, ni te cuento. Pero, oye, a cada uno le toca lo que le toca en esta vida. Aunque, mucho cuidado con los musos, que tienen más peligro que un artista conceptual con dinero. Mira el muso de Ana Mendieta. Por ejemplo.

Yo era muso de las Guerrilla Girls. Sí, sí, de todas. ¿Cuántas serían? Oiga, ni idea: como iban de incógnito… Bueno, más que muso era su pito del sereno, con perdón. No me hicieron nunca ni pito caso. Conceptualmente hablando, se entiende. Decía una:

–Tía, a mí me da mucha vergüenza ponerme delante del Moma haciendo el mamarracho.

Y otra:

–Pues nos ponemos caretas y en paz.

Y yo:

–¿Sabéis lo que estaría bien? Unas caretas de Mickey Mouse.

Y ellas, pasando de mí:

–¿Una careta de qué?

Y yo:

–De Mickey Mouse.

Y ellas:

–Calla ahora, por favor, que estamos trabajando.

Y yo:

–¡Pero tías, ¿de qué vais? ¡Que soy vuestro muso!

Y ellas:

–¡Ya lo tengo: de gorila!

Y yo:

–¡Huy, King Kong, qué miedo, qué miedo!

Y ellas:

–¿Puedes dejar de hacer el tontolaba diez minutos?

Y así, durante diez minutos, no: durante diez años.

Que decían:

–Hagamos carteles denunciando la utilización sexista de la mujer en la Historia del Arte.

Y yo:

–Eso, eso, con una foto de Pamela Anderson.

Y las muy bordes:

–Tío, estás salido, de verdad.

Y van y ponen a la Odalisca de Ingres, que se le ve una teta de casualidad.

MUSO. –Hombre, no me jodas… Nada, ellas a lo suyo, pasando de mí como de la mierda. Por lo visto les encantaba hacerme sentir un muso objeto. ¡Qué década más mala! ¡Qué ancho me quedé cuando se separaron!

Pausa.

Ahora no, ahora soy muso de Sophie Calle y esa viene detrás de mí como un corderico. A distancia, eso sí. Me sigue en plan espía. En plan performance, mejor dicho. No es que quiera ligar, ya saben que el arte no tiene que servir para nada práctico, no, no es que quiera ligar ni nada. Pero me sigue. Por desinterés, pero me sigue. Digo: Me voy a Venecia. Y cojo en Lyon el tren de las diez de la noche y la tía detrás.

El día que me vuelva y le dirija la palabra… ¡Buf, habrá que verlo! ¡Ese día habrá que verlo! ¡Igual le da un patatús y todo!

Señala al público con la barbilla:

MUSO. –Mírala. Ahí está. Sin perder detalle. La de la peluca rubia y las gafas de sol. Se cree que así no la reconozco. Mírala, disimulando, como si no hablase de ella. ¡Que te tengo calada, guapica! ¡Anda, sígueme, sígueme, anda!

Saluda y se retira volviéndose varias veces hacia la presunta. Suena, a todo volumen, la coda del paso a dos del ballet Cascanueces.

 

 

 

Esto es un pequeño ejemplo del diálogo que mantuve en Juan Sebastián Bar.

DIEGO. –¿Qué falló en vuestra infancia para acabar dedicándoos a esto?

YO. –Mi padre siempre repetía: Este chico es tonto. Se refería a mí. No me lo quise tomar a mal, entre otras cosas por el genio de mil demonios que tenía mi padre, y preferí tomarlo con humor, y más concretamente y en plan somarda, con humor inteligente. Y una cosa lleva a la otra y ya tal. En fin, que mi padre tenía razón. 

DIEGO. –¿Qué es para ti lo más fácil y lo más dificil de dibujar?

YO. –Los garabatos y los dodecaedros, respectivamente.

Etc.

 

 

Crítica cinematográfica

Crítica cinematográfica

Mi nieta ha cogido la costumbre de llevarme a ver películas de terror.

En "Expediente Warren: El caso Enfield o The conjuring", un demonio con aspecto de monja maquillada, como Margaret Tatcher, destroza la vida y el domicilio de una familia inglesa, sumida en la pobreza. Sólo respeta el decrépito sillón del que nacen todos sus problemas.

 

 

Crítica cinematográfica

Crítica cinematográfica

En "Nunca apagues la luz" podemos aprender que para librarnos de las amenazantes tinieblas que nos rodean, son necesarios, además de la luz y los taquígrafos, unidad de acción y algún que otro sacrificio.

 

 

Muchas gracias

Muchas gracias

Ayer, por fin, presenté mi libro. Muchas gracias a todos. A los que pudieron venir y a los que me enviaron disculpas muy cariñosas y divertidas; a los que no pudieron venir y no dijeron nada; a los que compraron el libro y a los que no... A mis presentadores, con los que me reí y me ruboricé al mismo tiempo... En fin, que muchas gracias por haber desmentido los vaticinios de mi madre. A pesar de la puta calor.

En mi intervención, esto es lo que dije, más o menos:

 

Buenas tardes, señoras y señores.

Este, más que un libro sobre los somardas, es un libro somarda.

Dicho esto, pasemos a los agradecimientos: Sé lo que están pensando… Lo único que puedo hacer es darles 5 segundos para que abandonen la sala: Uno… Dos… Tres… Cuatro… Cinco.

Bien. Agradezco, en primer lugar, que hayan optado por quedarse. No saben cómo se lo agradezco, de verdad. Muchas gracias, son ustedes muy amables.

 

En segundo lugar, mis agradecimientos a la IFC, con la que mis relaciones laborales se remontan al pleistoceno. Antes incluso de que trabajara para esta augusta casa, en el Plioceno exactamente, desde Andalán le encargaron a un alumno mío un dibujo sobre la “Fernando el Católico”. Mi alumno convirtió al rey Fernando en un travesti. La “Fernando el Católico”. Si mi alumno tenía poco conocimiento, los de Andalán aún tenían menos, porque decidieron poner el dichoso dibujo en la cubierta. A pesar de semejantes inicios, mis relaciones con la docta casa han sido siempre excelentes, como demuestran las múltiples veces que me han pedido que colaborara como ilustrador, diseñador e incluso escritor. Qué cosas.

Gracias, pues, a su director, Carlos Forcadell, y a todos sus colaboradores por haber tenido a bien publicarme este librito. Por cierto, Carlos, ¿no estabas tú en Andalán en aquella época que he comentado? No sé, igual estoy metiendo la pata…

Ahora que lo pienso, igual este libro es tan inapropiado como la ilustración de mi alumno y estamos como entonces… En fin, vamos a dejarlo.

Mi agradecimiento a todos los profesionales de la casa: mil gracias a Álvaro Capalvo, que está en todo. Por ejemplo, en que las ilustraciones de este libro vayan salpicadas entre el texto en lugar de apelotonarse como materiales complementarios al final del libro: ha sido cosa suya. Gracias, Álvaro.

Gracias también a Ana González, que se dio cuenta de que había firmado el contrato de edición en el sitio reservado al Presidente de la Diputación y sugirió que sería más fácil que volviera a firmar en el lugar que me corresponde que organizar otras elecciones. Gracias, Ana.

Y gracias también a Virginia Tabuenca, que fue mi excelente anfitriona en la Feria del Libro de Zaragoza y me contó anécdotas muy sabrosas de la vida cultural zaragozana. Gracias, Virginia.

 

En tercer lugar, mis agradecimientos a María Ángeles Naval, responsable máxima de la colección Letra Última, en general, y de la edición de mi libro en particular.

Mª Ángeles me invitó a participar en una mesa redonda sobre el humor en la Transición y lo que dije allí le pareció digno de publicarse aquí.

–Eso tendrías que escribirlo. Yo te lo publico.

Terminó la mesa redonda, pasamos al Continental a tomar una caña, fuimos al Circo a comer un pincho de tortilla… La noche se alargó y Mª Ángeles, Carmen Peña, Ignacio Peiró y yo, terminamos a las tantas en el Basho, un local de pijos con nombre de poeta japonés. Manda tamagos, que es como se dice huevos en japonés.

Al final, Mª Ángeles me reiteró el encargo.

–Tómate en serio lo que te he dicho.

Yo tenía un proyecto que coincidía con el encargo de Mª Ángeles, pero estaba sin desarrollar. A la hora de ponerme a escribir, como por algún sitio tenía que empezar y no tengo imaginación, empecé contando aquella noche. Le envié el primer capítulo a Mª Ángeles y me respondió con un escueto e-mail:

–Supongo que será broma.

Claro, dicho así, puede parecer que esa noche pasó algo digno de contarse, pero les aseguro que lo único que hicimos fue reírnos.

Así que empecé otra vez y ya fue todo sobre ruedas. Bueno, cuando entregué el libro no había ni un euro para cultura, así que todo iba sobre ruedas pero sin gasolina. Hubo que esperar a que pasaran las elecciones municipales y autonómicas. Después, algo pasó, que tuvimos que seguir esperando… En fin, que en todos estos años he podido añadir muchas cosas, que han hecho el libro menos breve pero más universal. Y he añadido dibujos. Hace sólo tres meses, este libro no tenía dibujos. Y eso ha sido cosa de María Ángeles, que insistió sibilinamente (no sé si en plan Delfos o en plan Cumas) hasta salirse con la suya.

Gracias, Mª Ángeles, en nombre del querido público que, en los libros, prefiere los santos a la letra.

 

Tengo que agradecer a José Luis Calvo Carilla su impresionante presentación. Creo que es una de las más profundas, informadas y ponderadas que me hayan hecho nunca. Así es José Luis. De hecho, aquella noche de la mesa redonda, donde empezó todo esto y donde también actuó, se retiró mucho antes de llegar al Basho. Y así le cunde como le cunde, claro.

Lo que he aprendido con su presentación. Lo que sabe este hombre. Lo de Giménez Caballero, por ejemplo. O lo de Bergamín. O lo de Braulio Foz. O lo de Cristina Peri Rossi. O lo de Pedro Manuel de Urrea, con el agravante de que en este caso hice el retrato ficticio del propio sin enterarme de que escribía cosas como las que cita José Luis.

Sólo por haber dado pie a su enjundioso prólogo, me siento orgulloso de haber perpetrado este librico.

Espero que, algún día, José Luis escriba el libro que equivocadamente estaban esperando todos los que conocían el título del mío.

Gracias, José Luis.

 

Mi agradecimiento a Stella y Paco, de Industrias Gráficas Sansueña, esa extraña pareja, por utilizar un título cinematográfico, aunque lo suyo sea más lo precinematográfico.

Después de andar por los despachos de palacio, ir a la imprenta es como bajar a la cocina: lo más sabroso. Y eso que Paco y Stella son vegetarianos.

Lo que nos hemos reído en esa casa. Paco y yo no paramos de decir tontadas o barbaridades, mientras Stella intenta controlarnos y Teresa espera flemática que acabemos para seguir resolviendo problemas. Tengo que decir que Teresa maneja los programas de maquetación con la precisión y la soltura de una primera bailarina y que Stella y Paco se manejan entre ellos como en el paso a dos del lago de los cisnes. Gracias por tan buenos momentos, que ya no volverán.

 

Bueno, ustedes pueden ver como ha quedado el libro. Y, además, como dice Stella, que casi no pesa, lo cual, a los que padecemos del lumbago, nos hace mucho bien.

Por cierto, gracias a Javier Torres, que llevó los ejemplares de la encuadernación a la Institución y gracias al señor que me trajo los ejemplares que me corresponden de la Institución a casa, precisamente cuando no estaba, por lo que me los dejo en el puesto de verduras del mercadillo. Y gracias a Mª Jesús, también, que me los guardó tan amablemente entre las lechugas hasta que llegué a buscarlos. Muchas gracias.

 

Gracias a Isidro Ferrer por su ilustración de cubierta.

Se podría decir que Isidro y yo hemos llevado vidas paralelas pero de sentido contrario. El empezó en la Escuela de Teatro y yo en la de Artes; ahora él es Premio Nacional de Diseño e Ilustración y yo hago cursillos de payaso. Pero en algunos puntos, como ya he dicho, a pesar de ser vidas paralelas, hemos llegado a encontrarnos según la conocida teoría del punto gordo. Y este libro es uno de ellos.

Yo no quería que mi libro llevara dibujos, entre otras cosas, para no entrar en contradicción con la cubierta de Isidro, pero ha solventado el problema estupendamente, sacando a uno de mis dentones, rodeado de ojos, con una cuña como la famosa de Malevich. ¿Esto qué requiere?

Ya saben que el mensaje estético es ambiguo y autorreflexivo. O sea, que no sé si Isidro ha amontonado en la cubierta todos los ojos que les faltan a mis personajes o si ha ilustrado mi sospecha de que el humor, como diría Platón, está en el ojo o en el oído del observador más que en el garganchón del que lo emite.

Hay una tercera opción, pero no sé cual es.

Gracias, Isidro.

 

Muchas gracias a los responsables del Museo, que no sólo nos han cedido este marco incomparable, con perdón, si no que recientemente han tenido a bien colgar un dibujo que hice para promocionar este marco incomparable, con lo que no sé si he entrado en bucle.

 

Muchas gracias a los portadores, Félix y Eva, Eva y Félix, que de las dos maneras puede y debe decirse, por el interés que se han tomado para organizar esta presentación que, entre unos y otras, no ha sido nada fácil. Lo bueno que tienen los portadores es que, cuantos más problemas hay, más se ríen. Gracias, Eva, gracias, Félix.

 

Ahora seguiré con los agradecimientos a todos los sabios y a todos los tontos que dijeron las cosas que he recopilado. Y a quienes las publicaron en su momento. Y a quienes me vendieron los libros en que aparecen estas citas, Eva y Félix, por ejemplo, o incluso a los conductores de autobús donde he escuchado tantas de ellas… Y a mi familia, que me proporcionó algunas de las anécdotas más sabrosas, empezando por mi madre y acabando por mi nieta.

Pero creo que me hacen señas de que no tenemos tiempo… Así que, por lo menos, si se compran el libro, mírense la bibliografía.

 

Gracias, en fin, a Emilia, a quien está dedicada esta antología. A ella y a su achampañado sentido del humor. Por supuesto, achampañado no tiene nada que ver con san Marcelino Champagnat, fundador de los hermanos maristas, cuya fiesta celebramos el pasado lunes, pero sí que es un adjetivo de procedencia francesa. A Emilia, Louis de Funes le produce el mismo estupor que Paco Martínez Soria. Sin embargo, es más partidaria de Alain Delon que del general Palafox. También es más partidaria de Nacho Duato, aunque no sea francés, que del Verrugón. Después asegura que no le interesan los hombres guapos, mientras clava su pupila, en mi pupila azul. ¿Qué es ironía? ¿Y tú me lo preguntas? ¡Ironía eres tú!

No diré más.

Ya sé que luego a la salida, me lo reprochará: “¡Qué poco!”

Y tendrá toda la razón pero, para justificar mi brevedad, voy a leer unas breves líneas de mi breve antología:

 

 “Lo normal es hablar poco”, dijo Lao Tsé. "Se debe ser veraz, no charlatán", dijo Demócrito. “Guarda silencio mientras no tengas necesidad de hablar”, dijo Pedro Alfonso. “De lo que no se sabe, mejor callar”, dijo Wittgenstein. “Lo bueno si breve, dos veces bueno”, dijo Gracián. “Lo bu si bre, dos veces bu”, dijo Gila. “Y aún lo malo, si poco, no tan malo”, insistió Gracián, poniéndose ya un poco pesadico.

 

Tras estas líneas, sólo puedo callarme, pero antes, si me lo permiten, quiero presumir un poco de que sin haber leído a estos sabios, yo ya me callaba mucho.

De hecho, las memorias anteriores al uso de razón que estoy terminando de escribir, llevan ese título: Me callo.

Muchas gracias.

 

 

 

Otro Quijote

Otro Quijote

Resumen de la charla que no pude dar a los alumnos del Pirámide por problemas personales.

 

 Hace unos días, charlando en un paseo con mi nieta, salió el tema del fútbol:

–Yayo, es que ahora, al que no le gusta el fútbol es un pringao.

–Como en mis tiempos.

–¿Sí?

–Igual.

–¿Y a ti te gustaba?

–No.

–O sea, que ya eras rarico.

No sé qué interés podéis tener en lo que os cuente un viejo, que ya era raro a vuestros años. De hecho, la última vez que estuve aquí, no me pareció que vuestros compañeros tuvieran ningún interés en lo que les estaba contando. Pero, como no escarmiento, hablaré del Quijote, que es el tema que toca hoy, y a ver qué pasa.

Creo que la mejor forma de organizar la charla es recurrir a las fechas. Como no tengo memoria para los números, la mayoría de ellas son inventadas, aunque creo que se aproximan bastante a la realidad. Creo.

 

Empecemos por el principio:

 

1605 Cervantes publica la primera parte del Quijote.

 

1610 Cervantes publica la segunda parte del Quijote.

 

1863 Gustav Doré ilustra el Quijote.

 

1944 Borges incluye el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” en sus “Ficciones”.

 

1945 Salvador Dalí ilustra el Quijote.

 

1950 Mi padre va a cortarse el pelo a una peluquería del Tubo zaragozano y el barbero le ofrece una edición del Quijote, con grabados de Doré, en dos tomos, por 300 pesetas. Mucho dinero para la época, aunque ahora sean sólo dos euros. Mi padre vuelve a casa a por el dinero y para convencer a mi madre de que el gasto vale la pena. Consigue las dos cosas y se lo compra.

Desde entonces, el libro está por casa y, de vez en cuando, puedo echarle un vistazo.

Pero me interesa mucho más un folleto o catálogo que también hay por casa, más accesible a la hora de hojearlo, con una selección de las ilustraciones de Salvador Dalí. El Quijote, según Dalí, parece mucho más fantástico y emocionante.

 

1957 Grigori Kozintsev dirige una película rusa sobre el Quijote.

 

1958 En el colegio, leemos el famoso capítulo de don Quijote y los molinos y me parece una jautada. Viendo las ilustraciones de Dalí, me esperaba algo más, la verdad. Creía que los molinos, por lo menos, se convertían en gigantes de verdad. Gran decepción.

 

1959 Mi abuela está muy enferma y celebramos la Nochebuena sin armar mucho jaleo, para no molestarle. Al acabar la cena, para continuar la silenciosa velada en torno a la mesa, mi padre decide que, en lugar de cantar villancicos con panderetas y zambombas, que es lo que nos apetece, nos leerá algunos fragmentos del Quijote. Busca los más escatológicos, para que nos resulten divertidos, pero sus esfuerzos resultan un poco patéticos. Creo que no es el mejor momento para acercarse por primera vez al Quijote. Pero, menudo es mi padre. Cualquiera le dice nada.

 

1967 Veo la película rusa sobre el Quijote. Me gusta tanto que decido leer el libro. En este caso, no me parece ni medio normal decir que no he leído el libro pero he visto la película. Leo el Quijote de cabo a rabo pero a trancas y barrancas, para qué nos vamos a engañar.

Mientras yo estoy leyendo el Quijote, el resto del mundo está leyendo “Cien años de soledad”, de Gabriel García Mérquez, que se acaba de publicar.

 

1979 Ya tengo hijos y TVE estrena una serie sobre el Quijote. Vemos el primer capítulo y mis hijos y yo coincidimos, quizás por última vez en nuestra vida: es horrorosa.

 

1983 Leo por fin “Cien años de soledad” y me parece deslumbrante. Por alguna extraña razón que no recuerdo, decido volver a leer el Quijote y me parece un libro mucho más moderno que “Cien años de soledad”. Me sorprende no haberme dado cuenta la primera vez que lo leí. Me pasó lo mismo con Las aventuras de Huck Finn, de Mark Twain. Lo que me hace pensar, por muy extraño que me resulte ahora, que hubo un tiempo en el que era incapaz de captar la ironía.

 

1989 Aborrecido de dar clases en la Escuela de Artes, pido una licencia por estudios para hacer el doctorado. Por entonces, el arquitecto Ángel Peropadre está restaurando la Aljafería y me quiere encargar unas pinturas para el Salón del Trono, que suplan los tapices que colgaban en tiempos de los Reyes Católicos. Me propone hacer mi tesis doctoral sobre los problemas a los que me enfrenta su encargo.

Intento argumentar que si la pintura está muerta, como vienen diciendo los teóricos y filósofos desde Hegel, sólo le queda hueco en la restauración de edificios históricos. Siempre intentando arrimar el ascua a mi sardina. Pero, ¿cómo hacerlo? Me acuerdo de un cuento de Borges que ya he leído: “Pierre Menard, autor del Quijote” y con su misma ironía, intento trasladar los criterios de Menard a mi trabajo.

Por cierto, en estos días de tanta celebración, no está de más recordar este fragmento de dicho cuento:

“El Quijote –me dijo Menard– fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.”

Al final, ni tuve el encargo ni acabé la tesis.

 

1996 Dos amigos, Mariano Gistain y Roberto Miranda, me proponen hacer un libro sobre Goya niño. Me dejan solo con el proyecto y perpetro “Paquico Goya”, que me edita la editorial Xordica con dinero de la DPZ. Este libro, tras muchas vicisitudes que no vienen al caso, es el principio de una serie de biografías de aragoneses universales que seguí publicando con la editorial Xordica y dinero de Ibercaja durante unos cuantos años.

 

2004 La DGA me encarga coordinar la edición de un libro sobre el Quijote en Aragón, ilustrado por pintores aragoneses. Vuelvo a leer la segunda parte del Quijote. Tras un intenso trabajo de edición, la DGA, en desacuerdo con la lista de pintores que he elaborado, deshecha el proyecto sin pagarme ni un euro.

 

2005 Para celebrar el 400 aniversario de la publicación de la primera parte del Quijote, Ibercaja decide incluir un libro sobre las andanzas del Quijote por Aragón, en mi colección de biografías de aragoneses universales.

Lo más difícil, elegir los fragmentos del Quijote, ya que tengo un número reducido de páginas. Elijo los más divertidos, siempre que quepan en una página.

Desde luego, incluyo una de las frases más desconcertante de todo el Quijote:

–Sancho, pues vos queréis que os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más.

 

Lo segundo más difícil: escribir los resúmenes que hilan unos fragmentos con otros, sin hacer demasiado el ridículo. A veces me sorprende mi osadía.

 

A la hora de ilustrarlo, intento distanciarme lo más posible de Doré, que es el canon. Frente a la línea, la mancha; frente al blanco y negro, el color; frente a la perspectiva cónica, la perspectiva axonométrica; frente al naturalismo, el expresionismo… Evitar los ojos y con ellos, la mirada, para dar más fuerza a la composición, es algo que aprendí en las geniales pinturas sobre el Quijote de Daumier.

Añado algún homenaje más o menos camuflado: los encapuchados son de Guston; las cabrillas, de Chagall…

 

2008 Vagabundeo con mi nieta por la orilla de la Huecha, a la altura de Alcalá de Moncayo, su pueblo. De pronto, me señala una horquilla hundida en la tierra:

–Mira yayo, esta señal puede querer decir algo.

–Puede indicar una dirección, como una flecha.

–No, es algo más importante.

Seguimos buscando más señales. Constanza me pregunta:

–¿Esto qué es?

–Un trozo de baldosa que ha arrastrado el río.

–Es de la casa de un duende al que ha raptado un gigante. Nuestra misión es ir a rescatarlo.

Seguimos río arriba, ella como don Quijote y yo como Sancho Panza, en en busca del gigante y el duende. Vamos encontrando más señales: la hierba tumbada por las fuertes lluvias, por ejemplo, son huellas del gigante.

Buscamos en casetas para aperos de labranza, en un pozo, en los chopos cabeceros, en los troncos de pino, amontonados junto a la carretera como un inmenso laberinto…

Cuando el juego empieza a perder tensión, le señalo una paridera abandonada que hay en la ladera del monte:

–Mira, Constanza.

–¿Qué es?

–Puede ser el castillo del gigante.

–¿Qué hacemos?

–Si quieres salvar al duende, tendremos que subir.

Responde con la boca pequeña:

–Vale.

Antes de llegar a la ladera, cruzamos un campo en el que han quemado el rastrojo.

–¿Está quemado?

–Sí.

–¿Por qué?

–A lo mejor el gigante es de los que escupen fuego por la boca.

Constanza se para en seco y grita aterrorizada:

–¡Ya no sé si lo que estamos haciendo es verdad o mentira! A ver, yayo, dime la verdad: ¡¿Hay algún gigante detrás de mí?!

–No, mujer, ¿cómo va a haber un gigante?

–Claro, si, de todas formas, la tontada del gigante me la he inventado yo… ¡La tontada del gigante me la he inventado yo!

 

Al día siguiente, hablando por teléfono de nuestra aventura, Constanza concluye:

–Pero, algo pasaba, porque no es normal que haya tantas casualidades.

Pues, eso.

 

 

 

Monterroso, recién nacido

Cuando abrió los ojos, la cigüeña ya no estaba allí.

 

 

Ocurrencias

Ocurrencias

Hace ocho años, escribí en este cuadro una frase de Henri Michaux: "Artista es quien se resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de no dejar huellas".

Empiezo a notar que, a medida que menguan las fuerzas, se va imponiendo la pulsión fundamental.

 

 

Canfranc

Canfranc

El pasado domingo, 19 de julio, como todos los años desde hace 22, se celebró un acto reivindicativo por la reapaertura del Canfranc en la estación del mismo nombre. Si otros años los organizadores habían invitado a poetas, músicos o fotógrafos, este año nos invitaron a los pintores, quince o veinte, que subimos y bajamos en el canfranero y nos dedicamos a perpetrar apuntes de todo cuanto vimos. Posiblemente el próximo año vean nuestros trabajos en una exposición.

En representación de todos ellos, me tocó poner la nota cultural en el susodicho acto y esto es lo que dije:

En 1844, Turner pinta Lluvia, vapor y velocidad, un cuadro en el que el protagonista es un tren que atraviesa la pintura hacia el futuro.

 

En 1862, Daumier, el somarda indómito, pinta El vagón de tercera, lleno de chisteras, después de que otros pintores más académicos hubieran pintado repetidamente el vagón de primera.

 

En 1877, Monet pinta La estación de Saint-Lazare.

Y muchos trenes.

 

En 1904, Darío de Regoyos pinta Viernes Santo, un cuadro en el que el protagonista es un tren que avanza hacia el futuro, cruzándose con una procesión.

 

En 1909, Kandinsky pinta El tren de Murnau, que también avanza hacia el futuro, pero en sentido contrario al tren español. Sólo faltan dos años para que Kandinsky se vuelva abstracto y se nota.

 

En 1913, Giorgio de Chirico pinta varias melancolías metafísicas en las que aparece o desaparece un tren, tras una tapia turinesa.

 

En 1964, John Frankenheimer filma El tren, una película con un tren lleno de pinturas robadas y embaladas por los nazis, en los estertores de la II Guerra Mundial.

 

1971 se considera el año en que aparecen los primeros grafiti en los trenes de Nueva York. Si en la película anterior, la pintura viajaba dentro del tren, a partir de entonces viajará fuera.

 

1980. Lunes, 11 de febrero. 22 horas. Estación de Lyon. Andén H.

Sophie Calle sube al tren, siguiendo a un desconocido hasta Venecia, para someterlo a una intensa y discreta vigilancia. La documentación de su acción se conoce como Suite veneciana y marca un hito en la historia del arte conceptual.

 

2015. ¿Y nosotros? Nosotros hacemos una síntesis. O un surtidico, como quieran. Nos toca ser eclécticos. Pintamos trenes, desde el interior como Daumier o desde el exterior como Turner, Regoyos o Kandinsky; pintamos la estación como Monet o de Chirico; nos abstenemos civilizadamente de realizar grafitis porque nos da la gana y, en lugar de viajar tras un desconocido como Sophie Calle, viajamos persiguiendo una utopía. O dos.

 

 

 

El fantasma de Servet

El fantasma de Servet

El pasado jueves tuve que hablar de Servet en el Instituto Miguel Servet de Zaragoza, donde se presentaba el séptimo tomo de los estudios que sobre el sabio han realizado alumnos y profesores. Esto es más o menos, lo que dije. Quizás ya conozcan la mitad del texto.

 

¿Qué puedo decir sobre Servet?

No soy un especialista. Algunos de ustedes, sí.

No soy un tertuliano de la tele. Creo que ustedes tampoco.

Sólo soy un pintor que ha leído algo. Por ejemplo, lo que dice Servet de la circulación pulmonar de la sangre. Resumiendo: que el alma está en la sangre y Dios en el aire, por lo que, al respirar, nos purificamos.

A mí me parece que Servet era un poeta. Por no decir un taoísta.

Desde que descubrí el taoísmo leyendo a Lawrence Durrell, veo taoístas por todos los lados. Miguel de Molinos, por ejemplo, otro místico aragonés que vivió un siglo más tarde que Servet y tuvo más suerte que él: acabó pudriéndose en la cárcel.

No soy el único al que le pasa: para Nietszche y otros pensadores contemporáneos, hasta Jesucristo es taoísta y su mensaje coincide con el del poeta surrealista Paul Éluard: Hay otros mundos, pero están en éste.

De Oriente Medio para aquí, es una idea que no ha sido muy bien recibida. En el otro Oriente, el lejano, pese a la crueldad de sus dirigentes, los sabios suelen terminar sus días en su cabaña o en su nirvana, rodeados por sus fieles discípulos.

Por decir esto, en otros tiempos me habrían quemado en la hoguera; en otros sitios, me habrían rebanado el pescuezo. Que no me haya pasado nada, se lo debo, en parte, a Miguel Servet.

 

¿Por qué somos así? No lo sé. Pero es una pena. Se mata a un hombre por sus ideas y luego pasa lo que pasa. Ya lo dijo Castiello.

Y matar a un hombre suele tener consecuencias. (No siempre. Por no ponerme trascendente, demagogo ni populista, me estoy acordando de una película de Woody Allen: Delitos y faltas.)

 

Pero, bueno, matar a un hombre por sus ideas puede tener consecuencias. En 2011, por razones que no vienen al caso, tuve que pasar una tarde en Ginebra… Esperen. No vienen al caso pero prefiero aclarar que habíamos hecho un viaje por el Ródano y para volver en tren desde Lyon, por extraño que parezca, la mejor combinación era viajar hasta Ginebra para coger el tren a Barcelona. Lo digo para que no piensen que tengo alguna cuenta en Suiza o algo así.

Bueno, pues, estábamos en Ginebra y decidimos rendir un pequeño homenaje al hereje, visitando el monolito que tiene levantado en la colina de Champel. Sólo recordaba este nombre y una foto en la que se veía que el monumento se encuentra en una zona verde. Con tan escasa información, salimos de la estación de Cornavin y nos dirigimos paseando hacia el parque de Alfred Bertrand, la zona más verde y elevada de todo Champel. Eran las primeras horas de la tarde de un día de agosto que presagiaba tormenta y, lo primero que nos sorprendió fue lo lejos que quedaba la dichosa colina de las antiguas murallas de la ciudad. Se conoce que los ginebrinos guardaban las distancias para evitar el olor a chamusquina. La asepsia suiza.

En la entrada del parque había obras. Dentro, los cuervos, desde la penumbra de las zonas arboladas, contemplaban a las chicas que se socarraban al sol en las praderas. Recorrimos el parque sin encontrar ni rastro del monumento. A la tercera vuelta, Emilia decidió que había llegado la hora de preguntar. Preguntamos y nadie sabía nada. Un señor que estaba paseando a su perrito nos aseguró, muy indignado, que no había nada parecido a un monumento a Servet en todo Champel. Nos dirigimos a un intelectual, que corregía unas galeradas sentado en un banco, y nos dijo que lo que buscábamos no estaba lejos, pero que había que pasar al otro lado de la frontera.

–¿Al otro lado de la frontera?–, tradujimos, desconcertados, en voz alta.

–Al otro lado de la frontera, exactamente–, replicó en correcto castellano.

Una señora, sentada en el otro extremo del banco, corroboró.

–¡En Francia, en Francia…!

A estas alturas, ya estábamos convencidos de que nos tomaban por unos toca-pelotas y decidimos retirarnos discretamente, dada la superioridad numérica del enemigo.

Llamamos por teléfono a una cuñada, para que nos buscara la ubicación exacta del monolito por Internet. No teníamos smartphones o como demonios se llame eso. Mientras esperábamos la llamada, descubrimos en el plano de Ginebra la cercana calle Michel Servet que partía, precisamente, de una pequeña zona verde. Antes, paramos en una tetería y nos tomamos sendas Calvinus blonde (5,50 francos suizos cada una). Preguntamos a la camarera por el monumento a Miguel Servet y, aunque no sabía nada, nos indicó que podíamos preguntar en la panadería. Pero en la panadería, claro, tampoco sabían nada. En la zona verde, dividida en dos por la avenida de Champel, tampoco encontramos el dichoso monumento. Recibimos la llamada de la cuñada, indicándonos que el monumento tenía que estar junto a la calle Miguel Servet. No pudo concretarnos más.

Bajamos por la calle Miguel Servet (médico español, pone escuetamente en las placas de la calle), una calle corta, empinada, en forma de ese, una calle fea, de tapias, verjas y esquinas, presidida por una gasolinera. Ni rastro. Retrocedimos hacia arriba. Nos metimos, sin muchas esperanzas, por caminos particulares que llevaban, entre jardincillos, a los bloques de viviendas. Nada. Volvimos a bajar y torcimos a la derecha. Ahora sé que si hubiéramos torcido a la izquierda, a unos 50 metros, más o menos, habríamos encontrado el monolito. Pero torcimos a la derecha.

Antes de abandonar Champel, nos fijamos en un cartel contra la inmigración (unos pies muy oscuros avanzando sobre la bandera suiza). Un poco más abajo, al pasar por la Promenade des Bastions, nos paramos ante el enorme monumento dedicado a los padres de la patria, presididos todos, junto a otros tres reformadores, por la gigantesca figura de Calvino.

Han pasado casi 500 años de la muerte de Servet y los ginebrinos siguen abochornándose de aquel “error”, que dicen ellos. Como pudimos comprobar, el monolito pasa desapercibido, pero el fantasma de Servet sigue muy vivo en la colina de Champel.

En fin, hace dos días celebrábamos el 14 de abril. Sólo han pasado 75 años del fin de nuestra guerra y algunos ya pretenden ignorar nuestros propios fantasmas. Van buenos.

 

 

 

Cuento verdadero de Navidad

Cuento verdadero de Navidad

En junio de 2004, yo tenía una sociedad civil con mi hijo, y las Cortes de Aragón nos encargaron un tebeo sobre la Institución, que teníamos que entregar a principio de curso. Ese verano nos quedamos sin vacaciones pero cumplimos los plazos.

Después, los señores diputados necesitaron seis meses para dar el visto bueno a nuestro trabajo. A los seis meses, la cosa corría ya mucha prisa. Nos enviaron la presentación del Presidente, Francisco Pina, para que la incluyéramos en la maqueta y enviáramos todo a la imprenta. La presentación estaba llena de erratas que tuvimos que corregir.

Una vez impreso el tebeo, descubrieron que, con las prisas, nos habíamos comido una línea de la presentación del Presidente. Como la culpa era nuestra, tuvimos que hacernos cargo de los gastos de desengrapar y reeditar la hoja correspondiente. Total, 6.ooo euros. Exactamente lo mismo que habíamos presupuestado por nuestro trabajo.

Para compensarnos, me ofrecieron comprarme un cuadro. Los mandé a la mierda.

 

 

Ocurrencio

Ocurrencio

Creo que los pintores tenemos mejor ojo para la literatura que los escritores para la pintura. No sé, igual me equivoco.

Por otra parte, tengo mucho respeto por el "canon" y si no puedo con Proust pienso que es culpa mía, mientras que si un escritor no puede con Tápies, suele pensar que es culpa de Tápies.

 

 

Que conste

Que conste

Rodríguez es mi segundo apellido pero, hasta donde yo sé, no tengo nada que ver con el consejero de Sanidad de la comunidad de Madrid. Que conste.