El fantasma de Servet
El pasado jueves tuve que hablar de Servet en el Instituto Miguel Servet de Zaragoza, donde se presentaba el séptimo tomo de los estudios que sobre el sabio han realizado alumnos y profesores. Esto es más o menos, lo que dije. Quizás ya conozcan la mitad del texto.
¿Qué puedo decir sobre Servet?
No soy un especialista. Algunos de ustedes, sí.
No soy un tertuliano de la tele. Creo que ustedes tampoco.
Sólo soy un pintor que ha leído algo. Por ejemplo, lo que dice Servet de la circulación pulmonar de la sangre. Resumiendo: que el alma está en la sangre y Dios en el aire, por lo que, al respirar, nos purificamos.
A mí me parece que Servet era un poeta. Por no decir un taoísta.
Desde que descubrí el taoísmo leyendo a Lawrence Durrell, veo taoístas por todos los lados. Miguel de Molinos, por ejemplo, otro místico aragonés que vivió un siglo más tarde que Servet y tuvo más suerte que él: acabó pudriéndose en la cárcel.
No soy el único al que le pasa: para Nietszche y otros pensadores contemporáneos, hasta Jesucristo es taoísta y su mensaje coincide con el del poeta surrealista Paul Éluard: Hay otros mundos, pero están en éste.
De Oriente Medio para aquí, es una idea que no ha sido muy bien recibida. En el otro Oriente, el lejano, pese a la crueldad de sus dirigentes, los sabios suelen terminar sus días en su cabaña o en su nirvana, rodeados por sus fieles discípulos.
Por decir esto, en otros tiempos me habrían quemado en la hoguera; en otros sitios, me habrían rebanado el pescuezo. Que no me haya pasado nada, se lo debo, en parte, a Miguel Servet.
¿Por qué somos así? No lo sé. Pero es una pena. Se mata a un hombre por sus ideas y luego pasa lo que pasa. Ya lo dijo Castiello.
Y matar a un hombre suele tener consecuencias. (No siempre. Por no ponerme trascendente, demagogo ni populista, me estoy acordando de una película de Woody Allen: Delitos y faltas.)
Pero, bueno, matar a un hombre por sus ideas puede tener consecuencias. En 2011, por razones que no vienen al caso, tuve que pasar una tarde en Ginebra… Esperen. No vienen al caso pero prefiero aclarar que habíamos hecho un viaje por el Ródano y para volver en tren desde Lyon, por extraño que parezca, la mejor combinación era viajar hasta Ginebra para coger el tren a Barcelona. Lo digo para que no piensen que tengo alguna cuenta en Suiza o algo así.
Bueno, pues, estábamos en Ginebra y decidimos rendir un pequeño homenaje al hereje, visitando el monolito que tiene levantado en la colina de Champel. Sólo recordaba este nombre y una foto en la que se veía que el monumento se encuentra en una zona verde. Con tan escasa información, salimos de la estación de Cornavin y nos dirigimos paseando hacia el parque de Alfred Bertrand, la zona más verde y elevada de todo Champel. Eran las primeras horas de la tarde de un día de agosto que presagiaba tormenta y, lo primero que nos sorprendió fue lo lejos que quedaba la dichosa colina de las antiguas murallas de la ciudad. Se conoce que los ginebrinos guardaban las distancias para evitar el olor a chamusquina. La asepsia suiza.
En la entrada del parque había obras. Dentro, los cuervos, desde la penumbra de las zonas arboladas, contemplaban a las chicas que se socarraban al sol en las praderas. Recorrimos el parque sin encontrar ni rastro del monumento. A la tercera vuelta, Emilia decidió que había llegado la hora de preguntar. Preguntamos y nadie sabía nada. Un señor que estaba paseando a su perrito nos aseguró, muy indignado, que no había nada parecido a un monumento a Servet en todo Champel. Nos dirigimos a un intelectual, que corregía unas galeradas sentado en un banco, y nos dijo que lo que buscábamos no estaba lejos, pero que había que pasar al otro lado de la frontera.
–¿Al otro lado de la frontera?–, tradujimos, desconcertados, en voz alta.
–Al otro lado de la frontera, exactamente–, replicó en correcto castellano.
Una señora, sentada en el otro extremo del banco, corroboró.
–¡En Francia, en Francia…!
A estas alturas, ya estábamos convencidos de que nos tomaban por unos toca-pelotas y decidimos retirarnos discretamente, dada la superioridad numérica del enemigo.
Llamamos por teléfono a una cuñada, para que nos buscara la ubicación exacta del monolito por Internet. No teníamos smartphones o como demonios se llame eso. Mientras esperábamos la llamada, descubrimos en el plano de Ginebra la cercana calle Michel Servet que partía, precisamente, de una pequeña zona verde. Antes, paramos en una tetería y nos tomamos sendas Calvinus blonde (5,50 francos suizos cada una). Preguntamos a la camarera por el monumento a Miguel Servet y, aunque no sabía nada, nos indicó que podíamos preguntar en la panadería. Pero en la panadería, claro, tampoco sabían nada. En la zona verde, dividida en dos por la avenida de Champel, tampoco encontramos el dichoso monumento. Recibimos la llamada de la cuñada, indicándonos que el monumento tenía que estar junto a la calle Miguel Servet. No pudo concretarnos más.
Bajamos por la calle Miguel Servet (médico español, pone escuetamente en las placas de la calle), una calle corta, empinada, en forma de ese, una calle fea, de tapias, verjas y esquinas, presidida por una gasolinera. Ni rastro. Retrocedimos hacia arriba. Nos metimos, sin muchas esperanzas, por caminos particulares que llevaban, entre jardincillos, a los bloques de viviendas. Nada. Volvimos a bajar y torcimos a la derecha. Ahora sé que si hubiéramos torcido a la izquierda, a unos 50 metros, más o menos, habríamos encontrado el monolito. Pero torcimos a la derecha.
Antes de abandonar Champel, nos fijamos en un cartel contra la inmigración (unos pies muy oscuros avanzando sobre la bandera suiza). Un poco más abajo, al pasar por la Promenade des Bastions, nos paramos ante el enorme monumento dedicado a los padres de la patria, presididos todos, junto a otros tres reformadores, por la gigantesca figura de Calvino.
Han pasado casi 500 años de la muerte de Servet y los ginebrinos siguen abochornándose de aquel “error”, que dicen ellos. Como pudimos comprobar, el monolito pasa desapercibido, pero el fantasma de Servet sigue muy vivo en la colina de Champel.
En fin, hace dos días celebrábamos el 14 de abril. Sólo han pasado 75 años del fin de nuestra guerra y algunos ya pretenden ignorar nuestros propios fantasmas. Van buenos.
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