D/ El libro de la selva. Ruyard Kipling
Después de descubrir con Guillermo mis limitaciones para el liderazgo, entré en los boy scouts y de golpe y porrazo me nombraron guía de mi patrulla. La única forma posible de afrontar la situación era convertirme en el scout perfecto, el mejor, el más preparado, lo que quizás justificaría la insostenible situación en la que me encontraba frente a mis amigos.
Una de las cosas que tenía que hacer un buen scout era leerse “El libro de la selva”. Hay libros que influyen en la vida y hay vidas que influyen en las lecturas. Seguramente, todas.
Así que me lo leí. Ya conocen el argumento del libro, que no se parece en nada a las películas que sobre él se han hecho: Vida de un niño criado por lobos en plena selva tropical y educado por un oso y una pantera en lugar de por el Foca y el Gotzilla, como yo. Su enemigo, en vez del Demonio, era un tigre de Bengala. Vivir en plena Naturaleza no tenía más que ventajas.
El libro era buenísimo, aunque al final, por amor, Mowgli intentara civilizarse. Yo no podía con aquello. No tenía nada contra el amor, pues a los 5 años ya estaba enamorado de una niña de párvulos y de una señorita de preu, pero me parecía una pérdida de tiempo y una tontada el hacerse mayor y civilizado. Ahí empecé a detectar en mí cierto complejo de Peter Pan, aunque entonces ignorara que era un complejo y que se llamaba así. En fin, más tarde descubriría que hasta los lobos esteparios acaban bailando charlestón.
A pesar de todo, el libro me descubrió la posibilidad de poder ser protagonista sin tener que entrar en competición con mi mejor amigo. Me parecía mucho más cómodo disputar el liderazgo a toda una manada de lobos que a Grilló. El libro me confirmó en mi vocación de “campasolo”, vocación que todavía cultivo.
Cambió, también, mi relación con los animales, a los que empecé a considerar como de la familia y con los que he llegado a tener relaciones bastante sorprendentes. Les pongo un ejemplo: En una de mis largas caminatas por los montes de Cuarte, vi venir hacia mí una especie de diablillo volador. Al principio pensé que había pillado una insolación, pero el diablillo aterrizó en una mata cercana y pude comprobar que sólo era un escarabajo longicorne. Me aproximé con mucho cuidado, extendí un dedo y se lo pasé por el lomo. El escarabajo empezó a ronronear como un gato. Se lo juro.
El cuadro es de mi exposición en la Lonja de Zaragoza.
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