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de profesión incierta

Toros

Toros

En la década de los 90, estuve dibujando toreros para los carteles de la Plaza de Toros de Zaragoza. El diseño no era mío, sólo las ilustraciones. Cuando llevábamos tres o cuatro carteles, se enteraron mis clientes de que nunca había visto una corrida de toros. Me invitaron a ver una en el callejón. Fue tremendo. El suelo temblaba, la barrera crujía, los coágulos de sangre pasaba volando sobre mi cabeza. Un toro se rompió un cuerno nada más salir... En fin.

Poco después me pidieron un texto para una revista que editaba la Plaza y escribí esto. He suprimido un párrafo que coloqué al final para contemporizar.

¿Qué ver tiene?

Si, los que tenemos un oficio en el que, para bien o para mal, se emplea mucho la cabeza, nos acercamos al mundo de los toros, nuestros anfitriones, que saben lo raricos que somos, intentan vendérnoslo aludiendo a los orígenes míticos de la fiesta, perdidos en la nebulosa de oscuros ritos prehistóricos, muy probablemente dedicados a la Diosa Madre, la famosa Diosa Blanca de Graves, Diosa Triple del nacimiento, del amor y de la muerte. Osease, la Luna, cuyos cuernos en cuarto creciente encontrarían exacto reflejo en los del toro. Quienes nos ilustran, suelen citarnos el ejemplo de las ágiles y casquivanas sacerdotisas cretenses, representantes de toda una cultura mediterránea que, por razones que ahora no vienen al caso, sólo ha conseguido sobrevivir en la Península Ibérica.

Sin embargo, una vez en la plaza, uno sospecha que al verdadero aficionado no le interesan nada estos prolegómenos eruditos y que lo que disfruta o sufre es muy distinto de las especulaciones arqueológicas que puedan legitimar la fiesta y muy distinto, en todo caso, de lo que podamos ver el resto de los mortales.

Y es que en la fiesta de los toros, tal como ha llegado hasta nosotros, la estética más remota que se rememora es la dieciochesca (goyesca, que se le llama popularmente), es decir, la estética de un tiempo en el que se quiso acabar con los mitos para siempre poniendo al hombre bajo la advocación de la Diosa Razón. Paradójicamente, la misma Ilustración que pretendía liberar al hombre de un terrible pasado, en el que había vivido sojuzgado por terrores supersticiosos y sangrientos ceremoniales, dio origen a las Academias –que reglamentaron estrictamente hasta el más nimio aspecto de cualquier actividad incluyendo las corridas de toros– y a la guillotina.

Estoy hablando por hablar, o estoy escribiendo porque me han pedido muy amablemente una colaboración para esta revista. Quizá, por eso, esté desvariando un poco. Pero, lo que sí he creido entender, por todo lo visto y oído, es que el verdadero aficionado disfruta sobre todo con el estricto cumplimiento de la reglamentación académica que a cada suerte le corresponde.

Y, precisamente desde hace un siglo, los reglamentos y academicismos están muy mal vistos en el mundo del arte, aunque sólo sea de boquilla. Claro que, en el mundo del arte, ni se mata ni se muere, lo cual facilita mucho cualquier veleidad transgresora.

 

La imagen no corresponde a ningún cartel. Es la caricatura de Pedro Díaz Layús, el Baulero, que publique en "Zaragoza".

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