E/ Las aventuras de Huckleberry Finn. Mark Twain
Cuando me preguntan en esas encuestas tan de moda, que quién es mi héroe de ficción favorito, siempre nombro a Huckleberry Finn.
La primera vez que leí el libro lo pasé fatal. Me fascinaba el viaje en balsa por el río Mississippi, huyendo aguas abajo junto a su amigo Jim, me parecía el mejor libro que había leído en toda mi vida, pero me faltó pillarle la ironía que tenía todo aquello. Quizás porque yo era muy joven; quizás, según leí mucho más tarde, por culpa del traductor. El caso es que me parecía un libro bueno pero acongojante, no sólo por el riesgo continuo de recibir un balazo, sino también por el dilema moral que se le planteaba a Huck: ayudar a su amigo Jim era pecado mortal porque su amigo era un esclavo negro huyendo de sus amos. Y me agobiaba más porque me parecía que yo habría hecho lo mismo, aunque se fuese a hacer puñetas mi alma inmortal; aunque me dieran miedo los dos estafadores que no dejaban solos ni a sol ni a sombra a los protagonistas, aquellos estafadores que eran como el viejo que se subió a los hombros de Simbad en uno de sus viajes y que me daba más miedo que nada, cuando oía el cuento por la radio. Arriesgaría mi alma inmortal aunque me dieran miedo aquellas señoritas como arañas dibujadas por una joven romántica que daba pena; aunque me dieran miedo los muertos que bajaban por el río o los que velaban en casas desconocidas y a los que desenterraban en medio de la tormenta para recuperar el tesoro que escondían; aunque me dieran miedo los fanfarrones del Viejo Sur; aunque me diera miedo el mismo Jim con su disfraz de apestado…
En fin: que igual no era capaz de hacer lo mismo que Huck, fíjense lo que les digo. Era demasiado arriesgado. Una cosa es parecerse a Guillermo Brown y otra, a Huckleberry Finn.
Eso sí, había un aspecto del libro que me hacía feliz: Tom Sawyer, que sale al final y es el verdadero líder de su pandilla, queda como un auténtico tontolaba.
Ese libro me hizo mayor.
Algo más tarde, a los 16 años, practicaba remo en el Club Náutico.
Un día planeamos dejar las yolas y los outrigers y subirnos a una balsa para bajar navegando por el Ebro. Conseguimos ocho neumáticos de tractor en alguna parte y Enrique Royo, que era ebanista, preparó unos largos y gruesos listones para sujetarlos.
El sábado siguiente llegamos hasta cerca del castillo de Miranda, no recuerdo si andando o en algún otro medio de transporte. Acampamos en una vieja cantera y dormimos al raso. Por la mañana, nos dividimos en dos equipos: unos fueron a la gasolinera de Juslibol a inflar los neumáticos y otros nos quedamos cortando cañas para hacer la cubierta de la balsa.
Por motivos logísticos, decidimos hacer dos. Atamos los neumáticos a los largueros, echamos encima una capa de cañas y, sobre ésta, unas lonas. Apilamos las mochilas en el centro, nos colocamos en los laterales armados de palas de kayak y pértigas y comenzamos el descenso.
Al principio, por inercia o porque éramos tan jóvenes, remábamos con fuerza, picándonos de una balsa a la otra. Más tarde, nos dejamos arrastrar por la corriente. Teníamos muchas horas por delante y el recorrido no era demasiado largo. Después de comer, nos amodorramos al sol sobre las balsas. Unos macarrillas salieron de su modorra en la orilla derecha al vernos pasar y empezaron a insultarnos. Desde el centro del río fue una tentación irresistible responderles con un “maricón de playa” que les hizo pasar de las palabras a los hechos. En seguida nos dimos cuenta de que ellos disponían de todas las piedras del mundo y nosotros sólo de las que caían en la balsa. Volvimos a remar con fuerza.
Más adelante seguimos con nuestra siesta y la corriente nos empujó a un laberinto de ramajes del que procuramos salir con el menor número de arañazos. En un tramo de poca profundidad, las aguas se aceleraron y temimos que se rajaran los neumáticos.
Sobre las seis de la tarde llegamos a la altura de la vieja Pasarela. Maniobramos para unir las dos balsas y hacer una entrada más espectacular. El numeroso público que paseaba por la ribera empezó a aplaudirnos. Nosotros respondimos saludando con la falsa modestia de los héroes de las películas.
Cuando años más tarde volví a leer la novela de Mark Twain, en la edición del Barco de Papel, me pareció incluso mejor de lo que recordaba. Allí estaba de nuevo todo aquel horror, pero matizado por la más fina ironía. Bendita sea.
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