El humor aragonés
El humor aragonés es el humor de los sabios antiguos. Así de sencillo. Es el humor de los filósofos taoístas, de los místicos sufíes, de los cínicos griegos... Es el humor del rabino al que preguntan sus discípulos: “Maestro, ¿qué es peor, la ignorancia o la indiferencia?” Y que contesta: “Ni lo sé, ni me importa”.
¿Por qué se ha conservado tanta sabiduría aquí, precisamente, y no en otros sitios? Señoras y señores, ni lo sé, ni me importa.
El profesor Fernández Solís divide a los humoristas en pánfilos, irónicos, sarcásticos y humoristas, propiamente dichos. ¿A qué grupo pertenece el humorista aragonés? A todos y a ninguno. Bajo su apariencia pánfila, se puede esconder la genialidad del mejor humorismo o el sarcasmo de la peor especie.
El humor aragonés se llama “somarda”, expresión que, según mis escasos conocimientos, no se sabe qué significa exactamente; por más que, en otro contexto, se refiera al bochorno climatológico. ¿Tendrá efectos parecidos? No se sabe.
También se llama somarda al que lo practica y se suele decir de él que es de los que “se dejan caer”. Es la mejor definición de somarda que conozco. No es muy concreta pero, compréndalo ustedes, es bastante difícil concretar con alguien que “se deja caer”, que ni se cae ni se tira, y que lo hace, además, en el momento más inesperado. La sensación de desconcierto que produce esa extraña caída, es la misma que producen las “salidas” del somarda.
El somarda no pretende ser humorista. Mucho menos, bromista o divertido. Suele ser un tipo serio, incluso huraño y reservado, poco hablador, pero que de vez en cuando “se deja caer”. La eficacia del somarda radica en la sorpresa. De ahí que un auténtico somarda nunca sea un profesional, al que, por definición, “se ve venir”. De ahí que yo no sea un auténtico somarda.
En algunos lugares, las salidas del somarda se llaman “mazadas”, por lo breves y contundentes. Una mazada puede ser el punto final de una conversación o un simple punto y aparte. Los efectos de la mazada tienen muchos más matices de lo que su propio nombre indica.
El somarda suele ser especialista en poner a cada uno en su sitio. O, lo que es lo mismo, en descolocar a sus interlocutores. El somarda suele ser un sabio muy orgulloso. No soporta que le toquen las narices pero, al mismo tiempo, es tan discreto tan discreto, que la gente lo toma por tonto. También puede ser que el muy ladino aparente cortedad con premeditación y alevosía. Nunca se sabe. Si se hace el tonto o el loco, deja constancia, por lo menos ante sí mismo, de que no es ni lo uno ni lo otro. Eso sí, de forma que no haya por donde cogerle; dejando a su interlocutor con la duda de quién es el tonto en realidad y sin muchas ganas de averiguarlo.
El somarda sería una buena pieza de estudio para cualquier psiquiatra. Pero, lo verdaderamente digno de estudio, sería su reacción a la terapia.
Empezaré con los ejemplos, para que entiendan de qué estoy hablando.
Hace unos meses subí con unos amigos a Agüero. Me presentaron a un señor de setenta y tantos años. A los pocos minutos, el hombre había llevado la conversación hacia cuestiones teológicas. Debía de ser un somarda ateo, tipo Buñuel. En un momento de su charla dijo:
–“¿Se han fijado ustedes en la cantidad de personajes que hay en la Biblia, de los que se sabe quién era la madre, pero no quién era el padre? Jesucristo, por ejemplo, la Virgen…”
Aún sabiendo que era un somarda, fui tan incauto como para interrumpirle: –“Hombre, el padre de la Virgen era San Joaquín”.
–“Según”, dijo muy serio.
–¿Cómo que según?
–“Según San Mateo, según San Lucas… pero, seguro, seguro, no se sabe nada”.
No sé si entienden ahora un poco mejor, como funciona la cosa.
Por si no ha quedado claro, permítanme que les ponga otro ejemplo. Mi hermana pequeña trabaja en el departamento de agricultura de la D.G.A. Me cuenta, con desesperación, cosas como ésta:
–“Le dije a un agricultor: Firme aquí. Y me respondió: ¿Con mi nombre?”
Eso es un somarda.
Antecedentes históricos y postrimerías.
No me extrañaría que Huesca hubiera adoptado a San Lorenzo, como patrono de la ciudad de Huesca, debido a sus últimas palabras, traducidas, como ya sabrán ustedes, de tan popular manera:
San Lorenzo en la parrilla
Les decía a los judíos:
Dadme la vuelta, cabrones
Que tengo los huevos fríos.
El somarda sólo se pone impertinente en situaciones extremas para él. Es un tipo elegante. Quizás el Santo Patrón de Huesca no dijo nunca nada parecido. Pero, las últimas palabras del oscense Miguel Servet sí están documentadas. Servet, aparte de sostener sus convicciones teológicas en condiciones similares a las del Santo, se comportó con la misma heroicidad. Como saben, la hoguera que le había preparado Calvino era sólo un montoncillo de leña verde y húmeda. Así que, cuando el viento se llevó momentáneamente el espeso humo que le asfixiaba, Servet aprovechó para gritar a sus verdugos: “¿No teníais dinero para leña o qué, con todo lo que me habéis robado?
Hagamos un breve paréntesis en el tema del humor aragonés porque hemos llegado a otro tema apasionante. Uno sospecha que, como en todas las cosas importantes de la vida humana, al final del humor está la muerte o la conciencia de su inoportuna llegada. Parece que el humor, como todas esas cosas importantes que no enumeraré, sea una forma de mantenerla a distancia. Pero, que cuando ya te tiene agarrado por salva sea la parte, mantengas la presencia de ánimo de San Lorenzo o de San Miguel Servet para reírte en sus fosas nasales, es algo que me fascina. Me muero de envidia.
En esos orígenes tan sui generis y lejanos del humor aragonés, que he expuesto más arriba, nos encontramos con el filósofo Chuang Tzú, agonizando bajo un árbol y rodeado por sus discípulos. Uno de ellos, comenta en voz baja: “Habrá que empezar a cavar la tumba para que no se lo coman los cuervos”. Y el maestro pregunta: “¿Por qué esa discriminación entre cuervos y gusanos?”.
Ejemplar, así mismo, fue la muerte de Buster Keaton, aquel héroe del cine mudo al que siento no haber podido oír, después de saber cuales fueron sus últimas palabras. La familia, alrededor de la cama, dudaba de si había muerto ya o no. Alguien dijo: “Tocadle los pies. Dicen que es lo primero que se les enfría”, y Keaton, sin abrir los ojos, contestó: “Excepto a Juana de Arco”.
Nada me gustaría más que ser capaz de estar a la altura de semejantes circunstancias. Como aquel otro escritor que se deshizo de una visita insoportable con educación exquisita: “Con su permiso, voy a entrar en agonía”. De momento, me tengo que conformar con la presencia de ánimo que tuve el otro día. Dicho sea, salvando todas las distancias. Estaba en manos de mi querida fisioterapeuta quien, insensible a mis gritos y aspavientos, se dedicaba a retorcerme el brazo con el garbo de una organillera. Sólo se detuvo al verme perder el poco conocimiento que me queda. En la pausa, por congraciarse conmigo, dijo: “Hay que ver el dolor que puede llegar a causar un hombro”. “Un hombro y una mujer”, dije. Me di cuenta de que era un chiste muy malo porque no le hizo ninguna gracia. Pero, ahora, ante ustedes, no pretendía presumir de somarda sino de presencia de ánimo.
No volveré a citarme más, perdonen.
La brevedad.
Volvamos a los somardas autóctonos. Aragonés fue Gracián, grandísimo somarda y autor de la máxima “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. De todas formas, Gila,, que también era un somarda aunque no fuera aragonés, fue más lejos: “Lo bu si, bre, dos veces bu”.
Una característica fundamental del humor aragonés es precisamente esa brevedad gracianesca, que se corresponde, claro, con la repugnancia que nos produce la retórica. Me contaba Luis Alegre que llevó a su pueblo, Lechago, al futbolista Miguel Pardeza. Se lo presentó a un abuelo que tomaba el sol en la plaza: “Este señor es Pardeza”. El abuelo asintió educado pero indiferente. “El jugador del Real Zaragoza”, insistió Luis. El abuelo volvió a asentir. “Capitán del equipo”. “Tantas veces internacional”. “Pichichi de la temporada nosequé nosecuántos”. “Escritor”. “Intelectual”. “Colaborador del Periódico de Aragón”… Cuando Luis ya no sabía como demostrar a su vecino lo importante que era la visita, el abuelo preguntó: “¿Y pa’ qué tanto?
En una excursión con mi hijo Pablo por la sierra de Albarracín, llegamos a Bronchales. Pregunté a una abuelica, sentada a la puerta de su casa: “¿Hay algún hotel en el pueblo donde nos podamos alojar?” Sólo dijo: “Sí”. Y, además, con la cabeza.
A veces, la excepción confirma la regla y preguntas breves requieren respuestas un poco más retóricas. Un amigo de mi padre subió a su estudio acompañado de otro señor. Querían ver su trabajo. El amigo del amigo de mi padre le asaltó: “Qué acuarelas más bonitas, ¿por qué no me regala una?”, a lo que mi padre respondió: “Pues porque acabamos de ser presentados y sería de muy mal gusto por mi parte, hacerle a usted un regalo de 100.000 ptas.”
Ya digo que la retórica no suele ser la forma habitual de comunicarnos. Tenemos, incluso, fórmulas somardas ya establecidas, casi tan eficaces como las contestaciones improvisadas. Imagínense que el profesor Alemany me dice, por ejemplo: “Le voy a mostrar la escala multidimensional del sentido del humor de Thorson y Powell”. Yo tendría que responder: “¿Mande?”, que es la respuesta establecida para estos casos.
Ahora se ha puesto de moda glosar nuestra capacidad de síntesis con chistes como estos: ¿Saben ustedes cómo se dice en aragonés “Siento mucho comunicarle que no estoy de acuerdo con su forma de enfocar la cuestión que estamos tratando”?: “¡Bah!”.
Pero esta especie de animalidad primaria, que también cultivamos para vergüenza nuestra, es sólo una caricatura que no tiene nada que ver con la natural inteligencia del somarda. Lo mismo pasa con respuestas que resultan graciosas, no por la intención de quién las da, sino porque no coinciden con los códigos habituales de quién las escucha. Me contaba un amigo de Calanda que, en el Ayuntamiento, un funcionario le indicaba a una señora: “Aquí tendrá que firmar también alguien de su familia”. “¿Y quién de mi familia?” “No sé, cualquiera, su marido mismo”. “¡Uy, mi marido de la familia, si ni siquiera es del pueblo!”.
Hay una versión borde que mi madre escuchó en Zuera y Labordeta en el Maestrazgo. Las campanas de la iglesia tocan a muerto. “¿Quién se ha muerto?”, pregunta un abuelo a otro. “Nadie, era de Ejea”.
En este caso, sin embargo, podría tratarse de un somarda mala ralea, que también existen.
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