Bellas Artes
El otro día en el Rastro, encontré un cuadro mío de hace quince años más o menos. No me atreví a preguntar el precio.
También encontré, dentro de una vieja carpeta que compré muy barata, algunos papeles mecanografiados por un presunto alumno de Bellas Artes en París.
Mañana, precisamente, tengo una comida con antiguos compañeros de la Escuela de Artes de Zaragoza y me ha parecido oportuno copiar algunos de los apuntes encontrados, para que vean qué diferencia hay entre la Escuela de Zaragoza y la Escuela de París.
Espero que lo disfruten todos ustedes.
París era como me lo había imaginado: la liberalidad de la vida sexual flotaba en el ambiente, la liberalidad de la vida sexual flotaba como polen de abril por las orillas del Sena, derramándose generosamente por toda la ciudad e inflamando ciertas partes del cuerpo del mismo modo que el polen inflamaba las narices de turistas y parisinos. Además del polen y la sexualidad, por las orillas del Sena flotaba también la pegajosa melodía del acordeón pero, qué le vamos a hacer, nadie es perfecto.
Beaux-Arts participaba de aquel ambiente y yo estaba fascinado. Mis sueños húmedos de interno parecían a punto de hacerse realidad. La sexualidad flotaba en el claustro y en las aulas rivalizando con el olor a esencia de trementina.
El profesor de la escuela de Barbizon compadreaba con los alumnos:
–¿De qué se puede hablar con una puta? De nada, muchachos, de nada, hay que ir directamente al grano. Allons enfants!
La profesora de Passe-partout nos contaba, entre melindres y picardías, que su marido tenía tres testículos y que ella, tan decente, lo descubrió la misma noche de bodas e incluso creyó durante cierto tiempo que todos los hombres eran iguales ya que, antes de festejar con él, no había conocido varón. Lo que no contaba nunca es cuándo descubrió que estaba equivocada.
El profesor de trigonometría tenía dos mujeres (“que alimentar”, apostillaban los compañeros envidiosos); el profesor de Molduras y Colgaduras no paraba de hacer chistes verdes con el nombre de su asignatura y se los repetía a sus alumnas a todas horas:
–En las grandes alturas, los cojones de mulo parecen molduras.
El profesor de perspectiva caballera montaba grupos de teatro para elegir a las primeras actrices entre las alumnas más guapas con no se sabe qué claroscuros propósitos, según murmuraba el profesor de sfumattos.
A veces oíamos gritos en alemán al fondo del claustro y el jefe de estudios, que nos daba clases de Academicismo y Farallones, exclamaba:
–Ya viene hoy Venus con las bragas de cordobán.
Fräulein Venus había nacido en Willendorf. Sólo era la secretaria de aquella Escuela pero, como buena valquiria, llevaba la voz cantante y tronante. Eso, unido a su nombre, la convertía en diana de todas las habladurías. Unos aseguraban que la Fräulein se entendía con el conserje del centro, monsieur Chevelu; otros decían que tenía amores con un señor de la oficina, germano como ella, aunque algo más estirado; algunos aseguraban que la víctima de sus furores era un representante de la casa Faber-Castell, aunque otros aseguraban que lo único que hacía con el representante aquel era llevarse una buena comisión… Incluso se le atribuían romances con su peinadora, pero conociendo a la señora, había que ser muy perverso para tragarse algo así.
En fin, también había un profesor catalán de naturalezas muertas, carente de todo glamour, que preguntaba a las alumnas:
–Usted, señorita, ¿qué hace aquí? ¿No sabe que para pintar hacen falta un par de huevos?
El personal auxiliar participaba de las mismas inclinaciones que el personal docente: el conserje segundo se metía en el cuarto de calderas y se calentaba mirando por un agujero que daba al vestuario de las madames de la limpieza; el conserje primero se entendía con la secretaria, según las malas lenguas antes dichas, y con la jefa de limpiadoras, según las malas lenguas no mentadas hasta ahora; el único conserje serio y formal que había en el Centro presentó un día la dimisión tras alegar que era incompatible con Bellas Artes porque él pertenecía a la Armada y no podía elevarse por encima de un metro sobre el nivel del mar… Como diría Patricia Higtsmith, en aquella Escuela había mucha locura, pero no precisamente la clase de locura que uno habría esperado encontrar allí. Hasta una vecina del barrio cogió la costumbre de plantarse en el vestíbulo y quedarse en pelotas hasta que llegaban los gendarmes y la obligaban a vestirse, para desconsuelo del alumnado que prefería ver a la vecina en el vestíbulo que a las modelos de desnudo en clase.
Las modelos, sin embargo, eran muy discretas. Excepto cuando hablaban de los temas que les interesaban, que entonces no había quién las parase: a una le gustaba la música dodecafónica; a otra, el marxismo; a la de más allá, el esoterismo. Alguna incluso se interesaba por la moda.
0 comentarios