Blancanieves, el libro
Como les anuncié en la entrada de abajo, ayer presentamos "Blancanieves" en Antígona, con escasez de público y abundancia de risas.
Julia, que en la inauguración de mi exposición había hecho equilibrios sobre unos tacones de vértigo, nos deleitó haciendo malabarismos con una cinta métrica, una diadema y una manzana, en una de esas delirantes actuaciones, mitad conferenciante mitad cuenta cuentos, que se ha inventado.
Rosa se quejó de que no le hubiera dejado ser telonera porque como ella habla en serio, prefiere no tener que hacerlo después de Julia. Su análisis del libro se centró en el número tres: Los Grimm, Julia y yo. Como los Grimm eran dos, pensé que éramos como los tres mosqueteros que eran cuatro, pero no dije nada. Rosa se pone muy seria a la hora de analizar un libro pero su brillantez le impide resultar cansina. Y hablando bien de mí, aún me parece más deslumbrante, qué quieren que les diga. Nos prometió pasarnos el texto de su intervención si no lo publicábamos en ningún blog, así que de momento se quedarán sin conocerlo, lo siento.
Después me tocó hablar a mí y dije, más o menos, lo siguiente:
Mi nieta tenía cinco años. Un día que vagabundeábamos por las orillas de la Huecha, me señaló una ramita en horquilla hundida en la tierra y me dijo:
–Mira, yayo, esta señal puede querer decir algo.
–No sé… En el lenguaje de signos quiere decir que tendríamos que seguir por allí. Es como una flecha.
–No, pero igual quiere decir que aquí hay algo importante.
–¡Ah! No sé.
–Voy a picar a ver. No, no se ve nada. Vamos a buscar más señales.
–Vamos.
Buscamos más señales y pronto encontramos otra:
–¡Mira! ¿Qué es?
–Esto es un trozo de baldosa que ha arrastrado el río.
–¡Ah! Eso quiere decir que había una casa y el río la ha arrastrado porque, mira, está todo lleno de trozos de ladrillo.
–Sí, es verdad.
–A lo mejor era la casa de un duende.
–Puede ser.
–Y, a lo mejor, se ha quedado sin casa y lo ha cogido un gigante al pobre. ¡Claro! Entonces, nuestra misión de hoy es ir a rescatar al duende.
Así que, con las cosas más claras, nos fuimos a buscar al duende. Todo lo que veíamos confirmaba nuestras suposiciones. Había llovido fuerte y la hierba estaba derrumbada.
–¡Mira esta hierba chafada! ¡Sólo ha podido ser un gigante, ¿verdad?!
–Parece…
–Busca cuevas para ver si está el duende.
–Por aquí no sé si habrá cuevas pero, mira, allí hay una caseta.
–¿De quién será?
–No sé. Vamos a verlo. Está llena de zarzas. Llama tú al duende.
–¡¡Duende… Duende…!! Nada.
Pasamos ante unos chopos cabeceros.
–Vamos a ver en esos árboles que están llenos de agujeros.
–¡Sí, sí, ahí puede estar! ¡Duende! Aquí huele que apesta.
–Pues, déjalo.
–¡Mira! Vamos al pozo, a ver si está allí.
–Es verdad. Vamos al pozo. Abre, a ver…
–¡¡¡Duende!!! ¡¡¡Duende!!! Tampoco está, que rabia.
–Bueno, vamos al montón de troncos.
–Es verdad, allí puede estar porque está todo lleno de huecos.
–A ver… Vamos a dar la vuelta por aquí… ¡Mira, allí hay una casa!
–¿Dónde?
–Allí arriba, en el monte. Vamos.
Mi nieta empezó a preocuparse.
–¿Será del gigante?
–Puede ser…
–Mira, yayo, está todo lleno de caracoles gigantes.
–Es verdad, es muy raro que haya tantos caracoles en este terreno…
–¡Mira: un árbol quemado!
–Lleno de zarzas y piedras. Aquí podría haber estado escondido el duende y el gigante lo ha descubierto.
–Otro misterio. ¿Por qué está quemado el árbol y la zarza no?
–Pues, a lo mejor, porque la zarza ha crecido después.
–Ah. ¡Mira! ¡Hay más trozos de monte quemados!
Habíamos llegado a un campo donde habían quemado los ribazos, debajo justo de la caseta a la que nos dirigíamos.
–¡Es verdad! Igual es un gigante de los que escupen fuego.
Mi nieta, que se había ido rezagando, se paró en seco y me gritó.
–¡Ya no sé si lo que estamos haciendo es verdad o mentira! A ver, yayo, mira: ¡¿Hay algún gigante detrás de mí?!
–No, no hay nadie.
–Claro, si, de todas formas, la tontada del gigante me la he inventado yo… ¡La tontada del gigante me la he inventado yo!
Al día siguiente le llamé por teléfono:
–Constanza, ¿te acuerdas de lo bien que lo pasamos con la aventura del duende y el gigante?
–(En un susurro) Sí, el duende y el gigante… ¡Total, que al final no sabemos nada!
–¿Cómo que no sabemos nada? Pero si tú misma dijiste que la tontada del gigante te la habías inventado tú.
–Ya, pero algo pasaba porque no es normal que haya tantas casualidades.
Bueno, pues esto mío es igual. Lo mismo. Se trata de jugar hasta no saber si lo que estás haciendo es verdad o mentira, hasta que da miedo seguir adelante.
Y quedarte sin saber qué ha pasado realmente porque, aunque “la tontada del gigante” te la hayas inventado tú, no es normal que haya tantas casualidades.
4 comentarios
cano -
Ruben -
Un cuatro que es un tres, un gigante que después de inventado te persigue, un abuelo que pasea con su nieta mientras se escuchan y fabulan... Si esto no es arte, no e que podría serlo. Fantástico.
cano -
Vicente -
Usted lo ha dicho. Y muy bien