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de profesión incierta

Antón Castro

Antón Castro

Ayer, Antón Castro cumplió cincuenta años. Aprovecho la circunstancia para colgar el texto que leí en la presentación de su libro El álbum del solitario, hace ya unos años.

Los amigos comunes me criticaron mucho por ejercer ese aragonesismo que consiste en alabar una cosa criticando otra. Sin embargo, Antón no me retiró su amistad.

 

El álbum del solitario

 

– Hay amores que matan. El que me tiene Antón es uno de ellos. En menos de una semana, me ha hecho hablar en público ante auditorios imposibles: En Antena Aragón, ante un grupo de niñatos que me recordó los peores momentos de mis años de profesor y ahora, aquí, ante Vds., que tienen muchos más méritos y sabiduría que yo para presentar a este monstruo. Encima, en este caso, pretende que, como el libro, hable de fútbol. Lo que más le va a durar.

 

– Éste es un libro tremendo, que escarba en los recuerdos más lacerantes de cualquiera que haya sido joven. A mí, particularmente, me ha hecho sentir francamente incómodo. Leyendo los recuerdos de este púber, miedoso y embustero, recordé la terrible pregunta que se hace un personaje en Historia de dos ciudades: “¿Cómo va a gustarme este tipo si se parece tanto a mí?”

 

– Y es un libro que reivindica que el miedo y la inseguridad son consustanciales de esa edad y no fruto del nacionalcatolicismo como las gentes de mi generación hemos llegado a creer. Obviando, por otra parte, tantas lecturas anteriores.

También resulta sorprendente que ese espíritu infantil, que uno tiende a creer perdido tras su propia infancia, se mantenga intacto incluso en la era de la televisión.

 

– Este libro hace bueno el aforismo de Elias Canetti: “El pasado crece en todas direcciones cuando se describe”. El libro de Antón no es que crezca, es que se desparrama. En cuatro líneas te encuentras quince personajes fascinantes de los que nos quedamos con las ganas de saber algo más. Es una forma de contar de inequívoca raiz popular. Ejemplo: “Deseaban saber si era cierto que moceaba en Barrañán o en Loureda con una tal Nieves, bellísima, pelo negro y largo hasta el culo, esbelta, el sueño de cualquier joven” (Aquí hay también influencias de los anuncios de contactos) “el sueño final de Matías Bermús, el hijo del panadero de Santa Mariña que se murió en la mili de no se sabe qué poco después de recibir de ella una carta donde le decía que no insistiese, malpocado, que mujeres así las había a barullo y que quería a otro hombre. Me gustaba pensar que a mi hermano, tal vez.” Y remata genialmente: “Me dieron de comer dos veces: patatas fritas con tortilla francesa y pan empapado en vino por la tarde. Mis primos Breixiño y Agustín merendaron lo mismo.”

 

– El libro es como un álbum de 17 instántaneas y un epílogo imprescindible. Cada una de las instantáneas recoge un repertorio completo de excusas para el miedo: el padre, los compañeros, los muertos, las tabernas, los locos, los suicidas, los fantasmas, las chicas, la feroz melancolía... A mí, lo que más miedo me ha dado ha sido el fantasma de una niña de primera comunión, al atardecer, en la cueva de un acantilado bajo un merendero.

 

– En la página 62 aparece el verdadero álbum del solitario. Una colección de 4 fotografías hechas por el mítico Manuel Seara de Castro al protagonista, Antonio Fabeiro. Otro homenaje de Antón a la fotografía. Y van...

 

– Cada vez me gusta más como escribe Antón. He de decir que mi educación literaria es autodidacta, basada en intuiciones.

Ejemplos: Después de los clásicos juveniles, me formé como lector con Baroja.

Otro: El crítico, no recuerdo quien era, que hablando de una obra tan fantasiosa como Alfanhuí, se quedaba con la precisa descripción que hacía Sánchez Ferlosio del arreglo de una puerta. Algo parecido decía Dalí, pero esa es otra historia.

Otro: El personaje de Conrad que comienza su novela Victoria diciendo: “Los hechos, son los hechos, señores, lo único que importa”.

En definitiva, que siempre he sido proclive a la austera estética del menos es más.

 

– Dónde hace diez años escribía Antón: “Resulta casi imposible verlo en una angosta calleja de Úbeda jugueteando sobre la polvareda con una bola roja que, según él, contenía los océanos remotos, las noches agitadas de los jabalíes errantes e incluso esa serranía que se erguía ahí mismo ante sus ojos”, ahora dice: “Ni siquiera tuve ánimos para jugar a la pelota en el campo de hierba que habíamos recuperado en la falda del Pedregal, entre la huerta del médico Amenedo y la escuela de las chicas”.

 

– Otro ejemplo: El principio de la novela, que es prodigioso.

 

– Si la escritura de Antón cambia, la forma de hablar de sus personajes permanece en esa especie de alucinación que parece poseerlos. Parecen salidos de una película de Werner Herzog. Nadie habla como ellos, lo cual nos mantiene en inestable equilibrio entre el vértigo y la carcajada. Es como si el tono sentencioso y desmesurado estuviese continuamente fuera de lugar. Dice, por ejemplo, un niño de trece años, rematando un capítulo: “Esa mujer no es sólo una putanga, sino que tanbién es una criminal. Nunca volveré a su casa”. Otros cuentan: “El suyo fue el entierro más increíble, con más curas y mujeres casadas llorando, que ha habido nunca por aquí”. O: “Qué partidos, Cándido. Mi padre, que era albéitar y ganadero, se sentaba en el ribazo, fumaba cuarterón con placer y observaba. Por las noches, subía a mi habitación y venía a curarme la piel magullada, las sangrantes heridas. Aún recuerdo que me hacía gritar de dolor con sus ungüentos. “Hijo, estuviste en Melilla entre piojos y hambrientos, siempre estragado, y ahora padeces por puro gusto. Maldito sea el fútbol.” Cuando el tono ampuloso se corresponde con la ocasión, casi es peor. Un tal Vicente Castro resucita a un muerto al grito de: “Levántate, Servando, que yo te lo mando”.

 

– Sé que las comparaciones son odiosas pero no me queda más remedio que comparar: Este es un libro entre Mack Twain y Kafka como voy a demostrar en tres puntos:

A/ Las aventuras de Fabeiro tienen como telón de fondo el mar así como las de Huck Finn tienen el río; pero si el río era un refugio para Huck, el mar es similar al de los 400 golpes para Fabeiro: Un muro, como dice Aute.

 

B/ En el primer capítulo, Castro, como Huck Finn y Kafka, nos habla de las complejas relaciones con el padre. (En el segundo, eso sí, nos habla de fútbol.)

 

– Otro paréntesis: Sé que Antón estaba dolido por una crítica en la que se dudaba de que este libro fuera una novela, como si eso tuviera alguna importancia. De todas formas, quiero recordar el aviso con el que, ya en 1884, empezaba Mark Twain su libro. “Aviso: Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración serán procesadas; las personas que intenten encontrarle una moraleja serán desterradas; las que intenten descubrirle una trama serán fusiladas.” Antón podría avisarnos con la misma contundencia si no fuera por el último capítulo que paso a glosar.

 

C/ Es lógico que el libro de un gallego esté teñido de nostalgia, de morriña. Mucho más si ha sido escrito desde la distancia y mucho más si se ha escrito desde un sitio como Aragón. Y si se abandonó al mismo tiempo territorio y adolescencia. Pero es que, además, dicen que no hay peor nostalgia que la que se siente por lo que nunca has tenido. Y Fabeiro, como todos, por miedo, se ha perdido muchas cosas. En el último capítulo, creo que rememora ese cuento kafkiano que no recuerdo bien. Alguién llega a una ciudad. En la puerta de la muralla, un guardián le impide el paso. Él espera toda su vida para poder entrar. Ya agonizante pregunta: “¿Cómo es que no ha venido nadie más en tantos años?”, y el guardián le responde: “Por que esta entrada te estaba reservada a tí”.

En el último capítulo se da una vuelta de tuerca a la crueldad de la nostalgia. Osea, que no es cierto que la peor nostalgia sea la que se siente de lo que no se ha tenido. La peor nostalgia es la que se siente por lo que no has tenido sabiendo, ahora, que podía haber sido tuyo. Fabeiro encuentra a su guardián a tres mil metros de altura para que por un instante pueda tocar el cielo con los dedos, un segundo antes de darse cuenta de que ya es demasiado tarde.

 

Por cierto, creo que ya es demasiado tarde. Muchas gracias.

 

Como no tengo la caricatura que le hice cuando publicamos los Retratos Imaginarios, ilustro este texto con otra de Lee Miller, la fotógrafa que tanto le gusta.

 

 

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