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de profesión incierta

Punto y aparte

Punto y aparte

A Marcel Duchamp le corresponde el mérito de haber realizado la crítica más demoledora del arte con el mínimo esfuerzo. Prescindió a la vez de la práctica y de la teoría. Su riguroso silencio aun resuena en nuestros oídos revelando lo que oculta: la risa contenida.

Hagamos una pausa en el engorroso asunto que llevamos entre manos para acercarnos a su famoso urinario (auténtico punto y aparte, a su vez, en la historia del arte), más por curiosidad intelectual que por necesidad fisiológica.

Ya es sabido: Duchamp presentó un urinario, firmado R. Mutt, a la primera exposición de la Society of Independent Artist en 1917, con el título Fontaine, y no fue admitido.

La mayoría de la crítica, al hablar de la Fontaine, se centra en el concepto ready-made obviando discretamente el chiste (de sal gruesa, se dice eufemísticamente) que propone su título. J. A. Ramírez, en su espléndido trabajo “Duchamp, el amor y la muerte, incluso”, nos informa de un texto que Duchamp incluyó en la tarjeta de su exposición en la Galería Paul Guillaume: “Prohibido orinar en la galería”, de donde deduce, lógicamente, “la imposibilidad para Duchamp de olvidar la función habitual de ese objeto cuando decidió enviarlo a la Exposición de los Independientes convertido en Fuente.”[1]

Osea que, además de exponer un urinario como obra de arte, nos recalca cual es su uso, al tiempo que nos prohibe utilizarlo. El arte no es útil.

La reacción normal de cualquier persona decente sería transgredir la prohibición del provocador: Más nos valdría no haberlo hecho. La posición del urinario, girado 90º respecto a su posición habitual, hace que “el hipotético usuario...reciba “devuelta” su propia orina, como cascada en sentido inverso, a través del agujero por donde normalmente entra el agua que limpia el urinario.”[2]

Lo cual justifica cualquier tipo de precaución crítica ante semejante artefacto. El urinario de Duchamp es una auténtica Fontaine de problemas para la crítica y el arte.

Duchamp no teoriza –recordemos su proverbial desdén por la tesis– y evita los manifiestos: “Se trataba de no hacer otro manifiesto de una nueva pintura.”[3]

La ventaja que tienen los objetos sobre las palabras es precisamente su silencio. Su poder seductor proviene de esta cualidad (“Y yo, con mi silencio, te enamoraba”, canta el Lebrijano). La mera presencia del urinario en una exposición supone una crítica radical a todos los conceptos sobre arte que existían hasta entonces. Pero, al mismo tiempo, esa presencia muda, esa impasibilidad del objeto, su absoluta falta de argumentación, nos seduce hasta tal punto que el urinario acaba convirtiéndose en un mito de la modernidad.

De ahí la generalizada opinión entre los neovanguardistas de que es preferible crear un objeto que genere ideas  a tener una idea que pueda generar objetos.

Es oportuno recordarlo pues Duchamp, al vaciar de sentido la creatividad artística, al poner en evidencia tanto el concepto de “genialidad” como el de “oficio”, propicia que sean los teóricos quienes pretendan llenar ese vacío. No se dan por enterados de que la Fontaine pone en cuestión tanto la práctica como la teoría. Si la práctica artística desaparece por el sumidero del urinario, parecen pensar, será la teoría quien guíe al arte hacia el futuro.

Como denuncia Tom Wolfe –otro humorista–, serán los críticos Greenberg, Rosenberg y Steinberg quienes pasen a la historia, quedando Pollock, Newman o Johns como meros ilustradores de sus Palabras.[4] . Que los artistas intenten recuperar terreno erigiéndose en teorizadores de su propia obra sólo lleva, en la mayoría de los casos, a rebajar el nivel intelectual del debate artístico.

El urinario de Duchamp es la respuesta lógica a los problemas planteados por los filósofos sobre la subjetividad estética y artística desde que Kant dijera algo así como que “para gustos están los colores”. El urinario es su reducción al absurdo. Tiene vocación de punto final : ”El arte ha sido pensado hasta el fin y se disuelve en la nada”, explica el propio Duchamp.

¿Se puede tomar en serio a un humorista? “Yo he interpretado mi papel de bufón artístico”[5] . Sólo a los bufones se les permite decir la verdad, precisamente porque nadie les toma en serio. Aparentemente, ni siquiera el propio Duchamp se tomaba en serio. Sus veinte años trabajando clandestinamente en su “Etant donné” lo prueban. ¿O prueban todo lo contrario? Podemos pensar que suscribió el acta de defunción del arte para transgredirla o que trabajó en “Etant donné” sin ninguna pretensión artística. Ambas hipótesis resultan modélicas.

Esa capacidad del arte para estar por encima de los conceptos filosóficos le permite también, al parecer, estar por encima de los conceptos artísticos.

Por el sumidero del urinario se van todos los conceptos artísticos existentes. Podríamos decir que por ese sumidero se nos ha caído el alma a los pies. ¿Qué nos queda?

El cuerpo, nos repite insistentemente Duchamp aunque sea de esa forma suya un tanto necrófila. O Roland Barthes, tratando de hacer

un discurso que no se ennuncie en nombre de la ley y/o la violencia; cuya instancia no sea ni política, ni religiosa, ni científica; que sea de algún modo el resto y el suplemento de todos estos enunciados. ¿Cómo llamaremos ese discurso? erótico, sin duda, pues tiene que ver con el goce; o quizá también : estético, si se prevé hacer sufrir a esa vieja categoría una ligera torsión que la aleje de su fondo regresivo, idealista y la aproxime al cuerpo, a la deriva.[6]

 

Por eso precisamente, la Fontaine no es un punto final sino un punto y aparte : Tendremos arte mientras el cuerpo aguante.

 



[1]Ramírez, J. A., Duchamp, el amor y la muerte, incluso, Siruela, Madrid, 1993, p. 56

[2] Ramirez, J. A., op. cit., p. 56

[3] Cabanne, Pierre, Conversaciones con Marcel Duchamp, Anagrama, Barcelona, 1972, p. 62

[4] Wolfe, Tom, La palabra pintada, Anagrama (1º edición 1976 - 2º edición 1982), Barcelona, p. 135

[5] Cabanne, Pierre, op. cit., p.144

[6] Barthes, Roland,citado por José María Valverde en su Breve historia y antología de la estética, Ariel, Barcelona, 1990, p. 250

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