Aspavientos
En el artículo sobre Francesca Woodman, artista que se suicidó a los veintidós años, Muñoz Molina habla de sus padres:
Al duelo sin alivio por la muerte de una hija de veintidós años se mezcla lo que Henry James llamó the madness of art: la locura del arte, la sinrazón de dedicarse obsesivamente a él, de concederle un valor tan desmedido que acaba dañando la propia vida, las vidas cercanas.
Y más adelante, añade:
George Woodman pinta laboriosamente cuadros abstractos que probablemente no va a comprarle nadie, porque al cabo de tantos años de sacrificarlo todo a la pintura no ha logrado casi nada.
Como Van Gogh, se me ocurre pensar.
Y el escritor insiste una y otra vez como si lo que hacen los padres de Francesca Woodman fuera algo extrañísimo:
Betty y George Woodman continúan trabajando con un fanatismo de ancianos que se resisten a la jubilación a pesar de que andan ya encorvados y tienen las manos nudosas de artritis.
¡Cuánto aspaviento! A mí me parece lo más normal. Será que la locura del arte está muy extendida. He comprobado que así se comporta todo el que pinta, sea un autor consagrado, un pintor dominguero, un demente que lo hace como terapia o una niña que garabatea sin más. ¿Vidas dañadas? A saber lo que sería de esos padres si hubieran renunciado a su trabajo por no tener el talento de su hija.
Quizás en estos tiempos sea difícil de entender, pero eres pintor porque pintas cuadros, no porque los vendas. Como dice Natalio Bayo, nosotros no vendemos nuestras obras; si tenemos suerte, nos compran alguna, que no es lo mismo.
No suelo pintar un cuadro pensando en venderlo. Quizás por eso mi estudio se ha convertido en un almacén en el que no cabe nada más y ahora me veo obligado a seguir pintando en casa. No sé qué haré cuando llene la casa. Lo único que me preocupa es el marrón que dejaré a mis herederos.
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