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de profesión incierta

Del parecido

Del parecido

Yo tengo dos varas y siete dedos de persona; los miembros que la abultan y componen tienen una simetría sin reprehensión; la piel del rostro está llena, aunque ya me van asomando hacia los lagrimales de los ojos algunas patas de gallo; no hay en él colorido enfadoso, pecas ni otros manchones desmayados. El cabello (a pesar de mis cuarenta y seis años) todavía es rubio; alguna cana suele salir a acusarme de lo viejo, pero yo las procuro echar fuera. Los ojos son azules, pequeños y retirados hacia el colodrillo. Las cejas y la barba, bien rebutidas de un pelambre alazán, algo más pajizo que el bermejo de la cabeza. La nariz es el solecismo más reprehensible que tengo en mi rostro, porque es muy caudalosa y abierta de faldones: remata sobre la mandíbula superior en figura de coroza, apagahumos de iglesia, rabadilla de pavo o cubilete de titiritero; pero, gracias a Dios, no tiene trompicones ni caballete ni otras señales farisaicas. Los labios, frescos, sin humedad exterior, partidos sin miseria y rasgados con rectitud.

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Éste soy, en Dios y en mi conciencia; y por esta copia y similitud que tiene mi gesto con la cara de mamarracho que se imprime en la primera hoja de mis almanaques, me entresacará el más rudo, aunque me vea entre un millón de hijos de Madrid.

 

 

 

Diego de Torres Villarroel. Vida.

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