Cristina Grande
Como ya les anuncié, ayer presentamos el último libro de Cristina Grande, editado por Xordica.
Esto es más o menos lo que dije:
DE BISLAY
El jueves de la semana pasada, me llamó Chusé Raúl al móvil, para decirme que Cristina quería que yo presentase sus Tejidos y novedades. Como soy tan antiguo, en lugar de sentirme como un empleado del Corte Inglés, me sentí como un dependiente de La Confianza.
Raúl me explicó de qué iba la cosa y yo, que soy un fan incondicional de Cristina, le pedí que me pasara el libro para refrescarme (Este es un libro muy refrescante). Prometió traérmelo al día siguiente porque yo me iba fuera el fin de semana. Le pedí que viniera por la mañana porque por la tarde tenía que salir. Me había llamado Ana Aragüés, que me ha convencido para que dé un curso de ilustración en su pueblo, y quería verme aprovechando su paso por Zaragoza.
El viernes, por la mañana, estuve trabajando en casa y se hizo la hora de comer sin que Raúl hubiera aparecido.
Me eché la siesta, como procuro hacer todos los días, temiendo que se presentara Raúl y me despertara. No me despertó. Me desperté yo solo, acabé de recoger unas cosas y me fui a mi cita con Ana. Habíamos quedado en el Segafredo Palace. Cágate lorito. No sé por qué habíamos quedado allí, porque no es un sitio que le pegue mucho. Y a mí, menos. Habíamos quedado a las siete y media y llegué a las siete y diez.
Llamé a Raúl un par de veces, pero tenía el móvil desconectado.
A las ocho menos cuarto, Ana no había aparecido. Salí a la calle y le llamé:
– Ana…
– Hola, cano.
– ¿No habíamos quedado a las siete y media?
– Sí… ¡Huy! ¡Pero si acabo de mirar el reloj y eran las siete! Esto del ordenador es horroroso… ¿Dónde estás?
– En el Segafredo.
– Espérame que cojo un taxi y voy ahora mismo.
Vino Ana, vino también el alcalde de su pueblo y yo me tuve que ir porque me esperaba Emilia con invitaciones para ver a La Mov.
Al entrar en el teatro, apagué el móvil, echando un último vistazo por si tenía algún mensaje y no me había enterado.
El espectáculo estaba muy bien, había mucha energía sobre el escenario. Al final, una bailarina se arrodillaba en un rincón del proscenio y se comía una cebolla. A pesar de que el resto de la compañía seguía bailando, el público no podía dejar de mirarla. La pobre acabó llorando como una magdalena y su madre, en el patio de butacas, también. También lloraba una profesora de la Escuela Municipal de Danza y algunas niñas más.
Al salir, lo primero que hice fue conectar el móvil. No había ni rastro de Raúl.
Me fui de fin de semana sin libro. Raúl me llamó el domingo disculpándose y explicándome que había tenido muchos problemas y me prometió que el lunes me lo traería. Le dije que yo volvía el martes y me dijo que pasaría el martes.
El martes tuve que salir a ver a un cliente y a las doce, recibí una llamada de Raúl:
– ¿Dónde estás?
– Estoy a punto de entrar a la fisioterapia.
– Ah…
– ¿Dónde estás tú?
– En la puerta de tu casa.
– ¡Oh, lo siento!
– Nada, no te preocupes, ya te lo dejo en el bar de enfrente.
Mi fisioterapeuta me acabó de relajar.
Este cúmulo de desencuentros podía ser un cuento de Cristina pero, evidentemente, no lo es. Sólo es un pequeño homenaje que he querido hacerle.
A pesar de los desencuentros y los plantones, a pesar de los bares y los móviles, de las lloreras del teatro y de la paliza que me pegó mi fisioterapeuta, para ser un verdadero cuento de Cristina, le falta el punto de vista de Cristina. Que, como el patio de mi casa, es muy particular.
Con lo breves que son los cuentos de Cristina y la cantidad de cosas que se pueden decir de ellos. Se escribirán tesis doctorales enteras, ya lo verán. Yo sólo voy a comentar alguna cosa.
Cristina, por ejemplo, en mi cuento, habría contado que soy bastante anósmico. No anósmico total, como Suso, el personaje de Cáscara amarga, pero, vaya… Desde muy pequeño he sabido que no tengo olfato, pero he tenido que leer a Cristina para enterarme de que yo soy eso: Anósmico. Bueno, tampoco es verdad, ya lo sabía: Un día nos encontramos por la plaza de Santa Marta y me lo dijo. Ahora sólo lo he recordado y corroborado.
Porque, todo lo que cuenta Cristina escribiendo parece real y todo lo que cuenta hablando parece literatura. Es un don que tiene. Por eso, uno de sus cuentos más divertidos es el del profesor que enseña a su alumna la diferencia entre realidad y literatura y luego le llama aterrorizado porque, en su primer libro, la alumna ha contado la relación que mantuvieron…
¡La cantidad de relaciones que hay en sus cuentos! Lo que pasa es que no son relaciones más o menos laborales como las que he contado yo. Mi relato se parecería más a un cuento de Cristina si en lugar de relaciones amistoso-laborales, hubiera relaciones sexuales. Molan más las relaciones sexuales. O sentimentales. O familiares.
Si lo que les he contado fuera un cuento de Cristina, tendría que haber escrito, también, frases como estas que tanto me gustan por lo que tienen de frescas en el mejor y en el peor sentido de la palabra:
– El sexo con Marcelo era, y aún lo es, tan natural como torcerse un tobillo en el monte.
– En ese momento le habría levantado por los aires y me lo habría llevado de allí a corderetas.
– Por la mañana, me afeité el pubis.
Cristina, a veces, me desconcierta. En un momento dado, la protagonista de uno de sus cuentos recuerda lo que le dice su novio:
– Dice: “Me encanta esa braguita azul Prusia”.
Eso es muy raro que lo diga un chico. Vamos, es que no se lo he oído decir ni a los pintores. Hablando de bragas, claro.
También desconcierta esta lista en un cuento que se titula Temperaturas:
– Por ejemplo, Estambul, 34, o bien Tánger, 19. O Charleston, 26… Y también Calahorra, 21, y Elantxobe, 13… Y hay otros a los que he olvidado.
(Caramba con Estambul. En fin… caramba en general, si exceptuamos a Elantxobe.)
Otras veces, parece ser ella la desconcertada:
– Maldito cabrón, volvió a gritar entre sollozos, sin saber muy bien a quién se lo decía.
Y eso que Cristina es una persona tan meticulosa como para decir cosas como estas:
– Con la enciclopedia en la mano le había demostrado a Mario la diferencia entre insectos y arácnidos…
– Le expliqué la diferencia entre aves y pájaros.
– …le explicaba la diferencia entre el olor de las acacias en flor del olor de las higueras.
– No es lo mismo batir que revolver.
– Son boletus edulis, ¿verdad?
Siempre, claro, dirigiéndose a sus chicos.
También es muy minuciosa en las descripciones:
– Una gota de sudor cayó de mi codo a su zapato. En ese momento la nevera se puso a hacer un ruido espantoso.
– Yo pillé pulgas ese día. Luego él se reía de mis picaduras en el culo.
– Me llevé una sorpresa cuando vi la foto buena. Sus ojos se veían, efectivamente, más azules que nunca, pero también me parecieron llenos de crueldad.
Esto lo pongo porque a mí me pasó una vez algo parecido y da mucho miedo. Esa historia que digo, sí que parece un cuento de Cristina. Algún día se la contaré.
Antes he hablado de la bailarina de la cebolla y de su madre porque en los cuentos de Cristina aparecen muchas hijas y muchas madres. O aparece mucho su madre, no sé.
– Mi madre dice que no sabe de dónde he sacado esa mentalidad tan negra, que no se puede ser así de ceniza.
Ahí su madre no tiene razón. Uno de los encantos más irresistibles de Cristina es ese estilico Morticia Adams que se gasta. Y digo esto porque a Cristina le gusta mucho encontrar parecidos. Los novios de sus heroínas se parecen a Orson Welles, Julian Schnabel, Robert Reford, Russel Crowe, Micky Rooney… En fin, que no sé si creerme lo de Estambul.
En el libro salen muchas madres y sale, también mucho, su abuela monegrina. Pero, en este caso, para abuelo ya estoy yo.
Acabaré esta cosa contándoles como acaba el cuento que he empezado a contarles al principio.
La noche del miércoles me senté ante el ordenador y escribí la primera parte de este relato. Después, me levanté y fui a buscar el libro de Cristina. Fui a buscarlo al baño y no estaba. Qué raro. Lo busqué por toda la casa, que tampoco es que sea demasiado grande: no estaba ni en la mesilla del dormitorio, ni encima del bidet (ya lo he dicho), ni en las dos mesas del cuarto de estar, ni en la encimera de la cocina… Busqué encima de un tablero del estudio, porque vi otro libro que me había dejado Raúl, del que, además de editor, es autor: Escombros. Empecé a levantar papeles, libros y revistas y sorprendentemente, el libro de Cristina apareció debajo de un montón que hacía días que no tocaba. Al volver al ordenador, descubrí que había otro libro exactamente igual frente al teclado.
Como diría Cristina: Afortunadamente, mi atracción por lo tremendo solo se apodera de mí durante unos segundos.
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Inde -
cano -
Inde -