Manila
Recupero el texto que escribí para presentar el libro de relatos de Santiago Gascón. El libro está editado por Xordica.
MANILA
Nunca perdonaré a Santiago Gascón la faena que me ha hecho.
Cuando me propuso presentar esta breve colección de cuentos en el Oásis, acepté con la alegría de cualquier humorista cabezudo al que le brindan la oportunidad de actuar en el mismo escenario que la Pilara. Me puse más contento que unas pascuas.
Pero, al llegar a la página 11 de su libro, más o menos, empecé a sospechar que no me había llamado por ser un humorista cabezón. ¿Por qué coño me llamaría, entonces?
Resulta que este libro no es ninguna broma. Por decirlo de alguna manera: “Manila” es lo más romántico que he leído en los últimos años. Me recuerda a Poe. Las mismas historias apasionadas y apasionantes, el amor, el horror y el frío dedo de la muerte escribiendo en nuestra espalda su texto febril… La emoción en estado puro.
Es cierto que no encontrarán aquí ni un Maelström, ni un pozo, ni un péndulo, ni una cripta con salida de emergencia. Los nombres del horror son otros: Cuba y Baler en el 98, cualquier pueblo de España en plena Guerra Civil, Palestina ahora, la cifra AU-3821-M marcada a fuego en la muñeca, la pensión no contributiva, Burgos, Franco, Pinochet, Jánovas, la cuenta ahorro-vivienda, la sexta planta de la Casa Grande…
Pero, se nombran, también, las patrias de la felicidad: la infancia recordada y el cuerpo deseado. Y el lenguaje deslumbrante y secreto de los mantones de Manila. Y el lenguaje, a secas. O mejor dicho: el lenguaje tan cálido y jugoso como el sudor de los amantes tropicales.
Al comienzo de uno de sus relatos, Gascón cita El Libro de los Muertos: “Dioses del vasto cielo, contempladme todos. He llegado al final de mi viaje. Aquí me tenéis ante vosotros”.
Permítanme que yo cite al conde Drácula: “Hay cosas peores que la muerte”.
Recuerden el extraño caso del señor Valdemar, suspendido entre la vida y la muerte como alguno de los protagonistas de este libro: el paciente amnésico de la sexta planta, el condenado a muerte obligado a cavar tumbas, la beata arrepentida o la familia aragonesa que recorre incesantemente el país de irás y no volverás…
Hay muertes peores que la muerte. La de Berenice que cuenta Poe, tan parecida a la de Sole, la novia del amnésico; o la de tita Silvina, la Iyalocha de Shangó, sea lo que sea tanto lo uno como lo otro; o la de Lamberto, el pobre violinista jubilado… Y la de Cano, muerto de sida en una sola línea.
Santiago Gascón nos presenta a sus criaturas ya vencidas, recordando los momentos de felicidad que hay en una vida, según el sabio chino: Tres minutos escasos. Apostillaba Cioran que incluso los sabios chinos pecan de optimistas y exagerados. Gascón se pasa: alguno de sus protagonistas contabiliza hasta diez días continuados de éxtasis con una segunda oportunidad, por si fuera poco. Otros han de conformarse con encontrar la gloria en el postrer instante de su vida. Hay cosas peores que la muerte.
Y, siguiendo a Poe, la obsesión, por supuesto, siempre la obsesión. Como en sus cuentos, algunos personajes de Gascón también se obsesionan con los muertos y las muertas. Pero, siendo el autor de Mallén, precisamente, la obsesión por las vivas no se centra en las tísicas de la Casa de Usher sino en las negronas caribeñas y en las moceticas de su pueblo. El efecto es el mismo: Caserones incendiados, rayos asesinos, apertura de tumbas y víctimas arrebatadas por la muerte o la locura al cielo o al infierno. P’al caso, de Tauste.
Los protagonistas rememoran, desde la derrota, el trabajoso camino que han tenido que recorrer para alcanzarla. Incluso el indiano, que aparece en el relato cuando sólo es un niño, carga con el fatal desvarío de sus mayores. Los caminos erróneos son tan numerosos, por lo menos, como el número de cuentos: el esperpéntico rodeo del murciano para llegar desde Totana a Mallén, el viaje de vuelta de Moisés por el río Hudson, el de Eliseo Barrabés por medio mundo al encuentro de la bala que le está destinada…
Hay otra lectura de estos relatos, referencias cinéfilas y cinéfobas, miradas sesgadas o irónicas que le añaden fundamento y encanto: Shanghai Lily, como su propio nombre indica, viaja en el expreso Barcelona-La Coruña hasta que un representante burgalés se la lleva al muermo; los hijos del último de Filipinas no reconocen las aventuras de su padre en “aquel melodrama sin brillos” que proyectan en el cine de su pueblo; Eliseo Barrabés y Benito Aladrén compran el mismo mantón de Manila con noventa páginas de diferencia; el violinista jubilado aplica la implacable lógica capitalista en perjuicio propio; Ayayayayyyyyy, cantaba irremediablemente el charro charraneado o charrasqueado, no recuerdo…
En la misma línea, podemos hacer estas otras lecturas literales:
“Mis papás fueron guiados por el Altísimo para hacer este prodigio, a ver si ahora es usté capaz de mejorarlo con sus manos”; dice una puta cubana.
“Yo estuve ante la reina y es sólo una mujer menuda que habla peor que nosotros”; dice un excombatiente.
“¿A quién se le ocurre ser violinista? ¡Mira que obtener una beca en julio del treinta y seis!”; dice una nuera.
“Échelo de su vida, mi santa, que si algo sobra en la tierra son negros…”; dice una santera.
“¿Ya sabes tú lo lejos que han puesto Cuba y lo que puede marear un barco?”; dice Victorino, el ciego.
“¿Sólo sabes charrar o tienes un par de pistolas pa que nos desgrasiemos?’, dice el niño Gascón.
“Tú naciste un domingo y, desde las ventanas, pudimos ver cómo el Zaragoza le metía cuatro goles al Langreo”, dice su padre…
Bajo las densas capas de belleza y pasión de estos relatos, se escucha el latido delator del corazón somarda de Gascón. Que no le cabe en el pecho. Como a la novia del amnésico, por cierto.
1 comentario
santiago -
Recuerdo que contraté a una cantante africana, que os tenía a Félix y a tí de padrinos, que me emborraché... y ya no me acuerdo de más.
Me emociona leer esto a pocas horas de que te canonicen en el ayuntamiento. Ten cuidao, que este alcalde se ha iluminao y canoniza todo lo que se lo pone por delante.
Gracias, años después, por tu generosidad.
Santiago