El informe Larroy II
Decidí cambiar impresiones con los críticos. Igual me echaban una mano: “Yo presentaría la obra de Larroy utilizando lo que se ha llamado “pragmática posmoderna del saber narrativo”. De tal manera el uso del término “saber”, lejos de enunciados denotativos, comprendería términos de eficiencia (o cualificación técnica, que decía Lyotard)”, me dijo Vicente Villarrocha. Yo pensaba que éramos amigos.
Pregunté a Chus Tudelilla: “Ya sabes que Larroy desarrolla el argumento de su pintura fundamentado en la interrelación de imágenes de abstracción y color según un código interno cuyo suceder y resultado final tiene mucho de intuición y búsqueda de soluciones que nunca se presentan definitivas”. Vale, de acuerdo, tenía razón. Pero no era lo que yo andaba buscando. O a lo mejor es que no le había entendido.
El problema que me preocupaba se podía exponer de una forma muy simple: En los centros artísticos era casi imposible encontrar pintura y el taller de Enrique estaba lleno. ¿Por qué?
Larroy seguía guardando silencio. O no quería condicionarme o pensaba lo mismo que los críticos pero se callaba por pudor. No sé si se acordarán pero, cuando sus compañeros de las vanguardias pictóricas y políticas hablaban de tramas, él hablaba de lunares. Y sigue igual de somarda.
El caso es que seguía callado. Y yo también.
Durante muchos años, cada vez que alguien me anunciaba la muerte de la Pintura, acudía aventado y me encontraba con que el cadáver había desaparecido. Bueno. La gente tiene que darse importancia de alguna forma. Con el viejo cuento de que viene el lobo, por ejemplo. Pero eso era hace tiempo. Por lo visto, esta vez iba en serio. La pintura estaba desaparecida o desapareciendo. Ya saben el chiste. Por eso me intrigaba la cantidad de pintura que tenía Larroy en su taller. ¿Cómo se las arreglaba?
Recordé un caso que se me presentó hace diez o doce años en Barcelona. Por entonces, siendo una ciudad más cosmopolita que Zaragoza, se empezaba a notar que pasaba algo. Vi cosas muy tristes. Esperabas encontrarte plañideras en cualquier galería. Por culpa del trabajo que llevaba entre manos, un informe sobre mí mismo, caí en unos ambientes muy poco recomendables. Me vieron venir y empezaron a darme pistas falsas: Wölfflin, Gombrich, Panofsky. Sí, vale, muy interesante, pero aunque uno sea de provincias, hasta ahí llega. Puro formalismo. Sabían de sobra que no era eso lo que andaba buscando. Yo creo que aquellos tipos, en el fondo, estaban cagaos.
Decidí investigar por mi cuenta y riesgo. No recuerdo muy bien cómo, cayó en mis manos un tebeo que repartía un italiano a la salida de los colegios: “La postmodernidad explicada a los niños”. Era asquerosamente pedante pero divertido. Hasta que empezaba a hablar de pintura. Ahí se le notaba despechado al hombre. Él sabría por qué. Según aquel tipo, Vattimo creo que se llamaba, la pintura es soluble. Todavía había pintura, cierto, pero era porque se disuelve más despacio de lo que él deseaba. Craso error. El de la pintura, claro. Aclaraba además que la pintura se disuelve en el kitsch, la utopía y el silencio. Ni más ni menos.
Pues, puede que tuviese razón, fíjense lo que les digo. El tal Vattimo dejaba las cosas ahí, sin dar más explicaciones, y a mí me picó la curiosidad. Le he dado al tema más vueltas que a un pirulo. Y puede que tenga razón.
Empecé a verlo claro. La pintura se diluía ante mis ojos, evidentemente. O ese Vattimo era un profeta o yo era un discípulo aventajado. Pero, ¿y la pintura de Enrique? Seguramente había encontrado la forma de retardar la disolución o de hacerla insoluble. Una de dos. Eso, la verdad, no pude aclararlo. Enrique tenía que haber encontrado algo para hacer una pintura soluble pero con retardo. O, dicho de otra forma: Si para Vattimo, la pintura tenía que ser tan soluble como el Nesquick, Enrique la estaba haciendo tan poco soluble como el Cola Cao de antes. Una de las múltiples cualidades de aquel producto sin par.
Sólo me faltaba saber cómo.
Empecé a atar cabos y empezaron a cuadrarme las piezas. Enrique, su militancia juvenil y su pintura actual, el MODO..., las postales, las flores, el club de fans de Pipo, el muñeco fumador, los lunares..., el acento circunflejo de sus cejas y el alzamiento de hombros, sus calladas por respuesta... Así que era eso: Las relaciones de Enrique Larroy con el kitsch, la utopía y el silencio habían sido siempre tan fluidas que formaban parte de su idiosincrasia. Vamos, que no iba a ser el signore Vattimo quien le cogiera por sorpresa. Enrique seguía pintando cómodamente instalado en el kitsch, la utopía y el silencio. Échenle un galgo.
Tenía suficiente material para acabar de redactar el informe. Si esto fuera un relato podría terminar aquí mismo. Quizás pudiera contar como acabé de redactarlo venciendo la resistencia del maldito ordenador, pero poco más.
Se lo advierto porque ustedes sí que pueden dejarlo ahora. Lo que viene a continuación intenta explicar las estrategias que emplea Larroy respecto al kitsch, la utopía y el silencio, simplemente.
El kitsch.
A simple vista –yo diría que más que simple, tonta perdida–, a simple vista, digo, la pintura de Enrique puede parecer decorativa: Un aspecto conocido de lo kitsch, aunque Isabel Presley no se haya enterado. Mirando la pintura de Enrique con un poquico más de detenimiento, es evidente que de decorativa, nastis de plastis. A simple vista, uno de sus cuadros podía parecer un conjunto de formas geométricas y colores vivos ordenados armoniosamente en un espacio concreto. Mentira podrida. Ni las formas son tan geométricas, ni los colores tan vivos, ni sabemos muy bien en que espacio están situados si es que situados es la palabra adecuada.
La perversidad del kitsch, para Hermann Broch, no reside en el mal gusto de sus productos, como se suele creer, sino en ser más falso que Judas. Si lo decorativo es un aspecto de lo kitsch, lo kitsch es un aspecto de la mentira. Pues yo creo que eso es lo que encandila a Enrique, mira por dónde. Porque, a estas alturas, ¿a quien engañan las mentiras del kitsch si exceptuamos a los televidentes de la Primera? No será a Larroy, que sabe de sobras que, puestos a mentir, el arte miente más y mejor. Y que, a su lado, las mentiras del kitsch conmueven por su ingenuidad. Enrique Larroy, el pintor, se limita a darle al kitsch otra vuelta de tuerca.
La utopía.
Las vanguardias históricas radicales, Malevich y compañía, ya lo he dicho, optaron por la objetividad de los contornos, por las formas sencillas y los colores básicos, buscando un estricto rigor plástico y poético. Eran un ejemplo. Una sociedad organizada con el mismo rigor podía alcanzar esa otra poética llamada utopía. La vanguardia, señores, era el ejemplo. Después, ya se sabe, se acabó la diversión, llegó el realismo socialista y mandó callar. Pero eso era de nuevo el kitsch, tan persistente como una mosca cojonera.
Aparentemente, la pintura de Larroy es heredera de aquellos viejos utópicos. Pero conociendo la historia. Sus formas sencillas –pero no tanto–, sus colores –terciarios más que primarios- su estructura –más que estricta, de mírame y no me toques–, la indefinición del espacio en que se organiza todo esto, la pregnancia de los perfiles desenfocados, la inverosimilitud de los planos, las plantillas recuperadas como trampantojos... No creo que la pintura de Enrique sea un ejemplo para nadie. Yo diría que, por su ambigua complejidad, es más bien un espejo.
El silencio.
Desde que Beuys dijera que el silencio de Duchamp está sobrevalorado, parece que la tendencia artística con más prestigio, adeptos y futuro es la silenciosa. Los silenciosos se pueden subdividir en dos grandes grupos: Los místicos, que esperan que en el silencio se produzca la epifanía del misterio y los wittgensteinianos que, de lo que no saben, prefieren no hablar. O que, simplemente, no tienen nada que decir.
Recuerden que Larroy me había dicho que ya sólo quedaba sentido del humor en sus títulos. Bueno. Vayamos por partes. El sentido del humor de Enrique es muy particular. No soporta el humor de Duchamp pero ha aprovechado una de sus bromas para titular esta exposición. El color invisible, para Duchamp, era el título del cuadro. Para Enrique Larroy, es el título de toda una exposición. La invisibilidad puede ser una forma de silencio pero un título puede ser una forma de charlatanería. Como ven, cualquier pequeño guiño de Larroy pone en danza todo tipo de contradicciones. Pero no sólo son los títulos. Yo creo que toda la pintura de Enrique sigue teniendo el mismo sentido del humor. Las ambiguas relaciones que mantiene con el kitsch y la utopía, como acabamos de ver, siguen siendo absolutamente irónicas. Lo que pasa es que cada vez es más sutil. Más callado. Más invisible. En este sentido, y sólo en éste, creo que coincide con Duchamp, mal que le pese. El silencio de Enrique Larroy, como el silencio de Duchamp, es el silencio de quien se aguanta la risa.
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