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de profesión incierta

Niños

Niños

 

Había un niño que siempre tenía que cargar con su primo pequeño. Encima, un día, tuvo que aguantar que su primo pequeño le dijera: ¡Chorrón, más que chorrón, que quieres ser el jefe!

 

Había un niño que se llamaba Abao. Cuando Gotzilla entraba en clase, todos los niños saludaban diciendo Abaoabaoabaoabao…, hasta que Gotzilla se cabreaba como un mono.

El niño Abao aborrecía este juego.

 

Aquel niño, cuando estaban en corro recitando la lección, mostraba a escondidas las yemas sangrantes de sus dedos.

Sus compañeros, horrorizados, contemplaban los cortes que se había hecho con una cuchilla de afeitar y le recomendaban acudir al botiquín.

- Ya se curarán solas, que son mayorcicas, respondía riéndose por lo bajinis con la suficiencia histérica que le caracterizaba.

 

El niño poeta, cuando el profesor se iba de clase, escribía en la pizarra sorprendentes versos sobre los búcaros de hiel que nos reserva el aciago destino.

El niño poeta gustaba de correr como un loco por los pasillos y estamparse contra la pared.

Aseguraba muy serio que estaba enamorado de una cabra vieja.

 

El niño justiciero mandaba anónimos a sus vecinos advirtiéndoles de que vigilaba su sospechoso comportamiento.

Escribía los mensajes en una cartulina con letra gótica, firmaba con una mano negra y quemaba los bordes para que pareciese pergamino antiguo.

Su padre era hincha del Arenas, club de fútbol. Los domingos que perdía su equipo, tapaba con un paño morado el escudo que presidía el comedor y no hablaba con nadie hasta el martes o el miércoles.

 

El niño mago se pasaba el día haciendo juegos de manos con sus barajas. Su padre trabajaba en el Casino Mercantil. El niño mago no podía extender el brazo izquierdo y lo llevaba siempre doblado. Esa circunstancia parece que hacía más meritoria su habilidad.

 

Había un niño que regalaba muy afectuoso las virutas que producía su sacaminas y se empeñaba en que los otros niños se las guardasen en el plumier. Nunca se supo si era un niño tonto o un cabroncete.

 

Era un niño tan pobre tan pobre que sus padres lo mandaron al campamento de verano con el traje de los domingos.

 

El niño prodigio tenía que cantar en todas las fiestas a las que estaba invitado, el muy imbécil.

 

Parecía un niño normal, hasta que un cura lo humilló en clase revelando a sus compañeros que usaba gafas sin necesidad, por pura coquetería.

 

Otro niño que parecía muy normal se metió cura. No tuvo lo que hay que tener para despedirse en persona de sus amigos y les mandó una carta que sólo consiguió emocionar a sus señoras madres.

 

El niño forofo, al acabar un tormentoso partido, le pegó con un palo al árbitro en la cabeza y el árbitro intentó matarlo. El niño se meó en los pantalones y no volvió a ser forofo de nada.

 

Era un niño raro. En su casa había una habitación llena de vitrinas. En cada vitrina se exhibía, a modo de belén, una escena completa de geypermanes con todo lujo de detalles; un safari, un campamento indio, una batalla de la II Guerra Mundial…

Sólo se podía mirar.

 

El jefe de la banda de los niños veraneantes preparaba los enfrentamientos con la banda de los niños del pueblo, haciéndoles formar: ¡A cubrirse!, gritaba como un militarote.

Y en perfecta formación esperaban a los niños del pueblo que no venían nunca.

 

Otro niño era hijo del diminuto profesor de gimnasia, que era militar y se llamaba Abundio. Aquel niño, pese a todo, no daba ninguna pena.

 

Había un niño muy mimado que se murió.

 

Los niños del colegio rodeaban a la anciana sentada en el suelo de la plaza y le insultaban a voz en grito. La anciana señora se hacía la sorda hasta que, de pronto, se cogía una flema con los dedos y la lanzaba como una centella contra ellos. La leyenda cuenta que siempre acertaba en algún ojo.

 

Un pobre niño vivía con su tío cura. Un día, el pobre niño fue acusado de robarle unas pesetas y los curas del colegio le pegaron una paliza en plan corporativo.

 

El niño cojo tenía las piernas retorcidas y caminaba apoyado en dos gayatas de madera. Como no podía jugar en el recreo, el pobre se sentaba junto a la pared y se entretenía derribando con los bastones a los niños que pasaban ante él.

 

Un curso coincidieron dos niños que no podían salir al recreo por motivos de salud. Solos en clase, ideaban todo tipo de torturas para sus profesores.

 

Una niña muy pequeña dijo un día: “Os voy a contar un cuento. Esto era una Virgen muy presumida y de plexiglás”.

 

 

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