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de profesión incierta

El payaso que hay en ti

El payaso que hay en ti

Esto, más o menos, es lo que dije en la presentación del libro de Caroline Dream.

 

Fíjense si será raro el mundo de los payasos, que Caroline Dream, la autora de este libro, ha elegido a uno de sus alumnos más torpes para que lo presente. Yo.

Además, no pretende que hable de ella o de su libro (de los dos podría contar maravillas, como tantos otros alumnos que escriben en su página web), sino de mi experiencia en sus cursos, concretamente, y por eso, y no por afán de protagonismo, no me queda más remedio que seguir hablándoles de mí y contarles, en primer lugar, dos traumas de mi vida: uno de infancia y otro, de adolescencia.

 

A los cinco años me llevaron al colegio, a un colegio de monjas. El primer día, mientras mi madre me arrastraba de la mano, me debatía en esa bipolaridad tan aragonesa: Por una parte, estaba aterrorizado; por otra, iba muy seguro de mí mismo porque ya sabía leer: La m con la a, ma; la m con la a, ma: mamá. Así que me decía:

–Muy mal se tienen que poner hoy las cosas, para que no sepa contestar a las preguntas de la monja.

La primera pregunta de la monja fue:

–¿Tres y dos?

¿Qué dice esta buena señora? ¡¿Qué clase de pregunta era esa?! ¡No tenía ni idea de lo que me estaba hablando!

Se conoce que mi madre era de letras y la monja, de ciencias. El trauma fue tan tremendo que, desde entonces, tengo problemas muy serios con los números, y soy incapaz de recordar los teléfonos, las fechas o los precios.

 

Demos un salto de diez años. Por aquel entonces, yo hacía el bachiller superior en los maristas y salía de excursión con los boy scouts. Lo que se dice, un mundo de hombres. Las chicas me gustaban mucho pero no tenía trato con ellas. Era un tímido patológico.

Aquella nochevieja, la patrulla de los boy scouts nos juntamos a beber cerveza, por primera vez, en la torre que tenían, en la Almozara, los padres de Pedro.

Allí estábamos, hablando de literatura (el marqués de Bradomín, Tarzán de los monos…), como si fuéramos el club de los poetas muertos de Zaragoza, cuando se abrió la puerta y apareció el torrero, el señor que realmente trabajaba en la torre:

–¿Aquí estáis vosotros? (La pregunta del aragonés, que pregunta lo que ve.) ¡Pero si mis hijas están en la torre de enfrente, con las hijas del guardia civil y otras amiguicas! ¡Ahora mismo les digo que pasen a bailar!

Nada más salir el buen hombre, entramos en una especie de excitación hormonal incontrolada, que nos cortó Pedro en seco:

–Esperad a verlas.

Esperamos. ¿Ustedes se acuerdan de Françoise Hardy? ¿No se acuerdan? Es igual. En aquellos tiempos, todos estábamos enamorados de Françoise Hardy. Pues, bien, las hijas del torrero y las del guardia civil, eran todo lo contrario.

Nosotros, sin embargo, como unos caballeros, las sacamos a bailar. Bueno, también las sacamos a bailar porque las pobres chicas habían venido acompañadas por sus madres, sus padres, sus abuelas, sus abuelos, sus tías, los cuñados, los hermanicos pequeños, los parientes del pueblo y varios números de la Benemérita. No teníamos escapatoria. Se sentaron rodeándonos y vigilando que bailásemos como Dios manda. ¿Qué íbamos a hacer? Para añadir más tensión, los cuñados empezaron a mosquearse:

–¿No hay ningún disco de pasodobles o qué?

Yo no había bailado en mi vida, pero algo había oído de que había que contar: un, dos, tres, un, dos, tres… En fin, ya les he explicado antes los problemas que arrastro con los números desde las monjas… Mejor dejarlo aquí y no entrar en detalles.

Después de aquella noche aciaga, me pasó con las chicas como con los números. Más o menos. Las chicas, al final, fueron más clementes conmigo.

 

Bien, otro pequeño salto de cincuenta años (qué rápido pasa el tiempo) y nos encontramos con que me acababa de jubilar y ante mí se abría una nueva vida llena de posibilidades insospechadas.

Un día, en un escaparate de mi barrio, me fascinó la foto en blanco y negro de una señora con nariz roja y peluca a lo Andy Warhol. Desde que descubrí a Rita Tushingham en The Knack, la película de Richard Lester, de 1965, no había visto nada igual. Y me refiero concretamente a esa mezcla genial de potencia expresiva y fragilidad enternecedora, tan a lo Buster Keaton. Entendería que si no se acuerdan ustedes de Françoise Hardy, aún se acuerden menos de Rita Tushingham, pero no me digan que no saben quién fue Buster Keaton. No me hagan enfadar, por favor se lo pido.

Bien. Como ya habrán adivinado (menudos son ustedes), la foto que me fascinó desde el escaparate de una peluquería era de Caroline y el cartel anunciaba sus cursillos de clown. Pasé y volví a pasar por delante del escaparate, una y otra vez, preguntándome:

–¿Y por qué no?

Me lo estuve preguntando más de un año. Al final me decidí y me matriculé en el curso que no era. Me matriculé en un curso de nivel avanzado, para el que había que tener experiencia previa. Y yo no tenía ninguna, si exceptuamos que había estado viendo actuaciones de payasos en Youtube. De todas formas, Caroline me aceptó en el curso.

 

Le comenté mi proyecto a un amigo que se dedica a la danza terapia y comentó en plan agorero:

–¿Clown? Es una disciplina muy dura.

–¿Por qué?

–Porque en el clown, siempre partes del fracaso. Es la base sobre la que trabajas.

¡Dios mío! Pero, ¿eso no era algo de hacer reír? ¿En qué lío me había metido?

 

Llegué al curso aterrorizado, pero confiando en que Caroline me daría algún tipo de recetas, como hicieron mis profesores de Bellas Artes: Amarillo con azul: verde. Por ejemplo. O ya, en plan más avanzado: Si sale con barbas, san Antón, y si no, la Purísima Concepción. Pero no. Siempre me imagino las cosas como no son.

Les cuento qué pasó exactamente.

Hicimos un corro de sillas, nos sentamos, nos presentamos y Caroline me preguntó:

–¿Por qué estás aquí?

–Estoy buscando herramientas para gestionar mi vejez con cierta dignidad.

Creo que la respuesta me quedó redonda. Tan redonda que, a partir de ahí, todo fue rodando. Cuesta abajo. Despeñándose, más bien. O más mal.

Cada uno de mis compañeros dio sus razones para asistir al curso y, después de calentar un poco, jugando a tu-la, nos vestimos de payaso. Cada uno se vistió de lo que le dio la gana, desde payaso de tienda de disfraces hasta superman melenudo, pasando por colegiala malévola. Yo me puse una camiseta de tirantes y una capucha que me daba un aspecto siniestro, como de payaso de alcantarilla o algo así. Caroline me levantó la capucha de un manotazo:

–Esto fuera, que se te vea la cara, no te escondas.

Increíble. Me había pillado a la primera. Antes, incluso, de que yo mismo comprendiera para qué me servía la capucha.

Como no tenía un plan B, entre varios compañeros me vistieron de granjero último modelo, con un pantalón de peto y un gorro de paja. No me veía yo muy puesto en el papel, la verdad. Entre otras cosas, porque, al ponerme las zapatillas, me dio un crujido el lumbago y no me podía mover. Peor lo tuvo otra compañera a la que, casi al mismo tiempo, se le salió la rodilla de su sitio.

 

En fin. Se creó un espacio a modo de escenario entre dos mamparas negras y una hilera de sillas y Caroline dijo:

–¡Dos payasos!

Y salieron a escena dos voluntarios. Pasaron tras una mampara y Caroline dijo:

–Sois dos náufragos.

O algo por el estilo, no me hagan mucho caso. En realidad, no tengo ni idea de como empezó el cursillo. Estaba tan preocupado por el giro que tomaban los acontecimientos, que ni sabía ni lo qué pasaba ante mis narices. Las dos narices, pobres, la normal y la roja, desvariaban:

–¿Cómo voy a salir a improvisar sin haberlo preparado antes?

–Eso es improvisar, ¿no? De eso se trata.

–Ya, pero, ¿cómo se hace?

–Improvisando.

–Mujer, yo solo, aún, pero, con otros, ¿cómo?

–Como hacía con mi nieta, por ejemplo.

–Pero mi nieta era más proclive a la tragedia que a la comedia.

–Pero yo no soy mi nieta.

–Pero con mi nieta improvisaba en la intimidad.

–O sea, que me tenía que haber apuntado a unas clases particulares.

Empecé a bloquearme, a bloquearme, hasta que me bloqueé del todo y sufrí una regresión de padre y muy señor mío.

Ustedes se preguntarán:

–¿En qué quedamos, estabas bloqueado o en regresión? Y en regresión, ¿hacia dónde?

A la primera pregunta, responderé que la bipolaridad permite esas contradicciones. A la segunda, que regresé a mis cinco años. Exactamente, al momento en el que la monja me preguntó:

–¿Tres y dos?

Como aquella vez, sentí que me habían cambiado las reglas del juego, cuando la realidad era que las desconocía por completo. Aún oígo las risotadas bordes de los parvulicos, cuando la monja preguntó:

–¿Tres y dos?

Y yo respondí:

–Nueve.

Ahora, sesenta años más tarde, estaba tan obnuvilado, que me costó comprender que las risas de mis compañeros no habrían sido otra humillación sino un éxito.

 

Estaba catatónico. Permanecí agarrado a la silla, sin levantar el culo, tanto rato como me permitió la lumbalgia. Pero, todo tiene un límite. Ya no sabía como ponerme y, además, no podía seguir escaqueándome. Así que, cuando Caroline volvió a decir por enésima vez: “Otros dos payasos”, hice de tripas corazón y salí a escena. Detrás de mí salió una señora de apariencia muy agradable. Delgada y con gafas, parecía una profesora de Massachusetts. La señora agradable y yo pasamos tras la mampara. No sé qué dijo Caroline pero, nada más colocarnos las narices y al tiempo que volvíamos a escena, la señora agradable se me agarró del brazo muerta de miedo. No sé si era de verdad o lo fingía. Como yo también estaba muerto de miedo y Caroline había dicho que había que seguir el juego que te proponía el compañero, empecé a temblar también, atrapado en aquel aterrador abrazo.

Al cabo de un rato sin que pasase nada más, empecé a sentirme como en la nochevieja de mi primer baile: Agarrado a una desconocida sin saber qué hacer y con todo el mundo mirando. La señora agradable, más que una profesora de Massachusetts, empezó a parecerme la hija de un guardia civil. No creo que ambas cosas sean incompatibles. Seguíamos dando pequeños pasos por el escenario sin dejar de temblar y cada vez más aterrorizados. Pero, además, de verdad.

Me dio tiempo de recordar un cuento que oía temblando por la radio: Llega Simbad a una isla y, desde un árbol, un viejo esquelético se descuelga sobre sus hombros y se queda encima de él durante varios años. No recuerdo como se libraba Simbad de semejante situación. En mi caso, me salvó Caroline que se levantó gritando, al borde de un ataque de nervios:

–¡¡Qué horror, qué horror, dos payasos desastre!! ¡¡Fuera, fuera!!

Nos sacó del escenario empujándonos con todas sus fuerzas. No sabe como se lo agradecí. Nunca le he dado las gracias.

Desde ese momento, cada vez que Caroline pedía voluntarios, yo luchaba con mi bloqueo, al mismo tiempo que procuraba no volver a coincidir con la señora agradable.

 

Caroline ponía mucho empeño en que todos fuéramos generosos con los compañeros. En cuanto uno abusaba de protagonismo, Caroline le gritaba:

–¡Pasa el foco!

En ese ambiente de buen rollo, me avergonzaba evitar a la señora agradable, pero bastante tenía con lo mío.

 

Me fascinaba el trabajo de mis compañeros. Eran buenísimos. Profesionales, diría yo. Y se lo estaban pasando en grande. Qué envidia. Qué risa.

Me recordaban a los párvulos que sabían responder a la monja.

–¿Tres y dos?

–Cinco.

Yo me rompía la cabeza tratando de entender como hacían aquellos niños para adivinar el número que pensaba la monja. ¿Tendrían poderes telepáticos? ¿Tan pequeños?

Ahora me pasaba lo mismo.

 

Salí de nuevo, con otra compañera, a la que Caroline había llamado la atención por sus melindres de niña pequeña:

–¿Cuántos años tienes?

Desconcierto de la compañera.

–Tú eres una payasa, no una niña. No es lo mismo. No tienes que representar ningún papel. Ni de niña, ni de nada. Tienes que ser tú misma.

Pero, resulta que mi compañera era realmente una niña pequeña, tan pequeña y tan mandona como mi nieta. Como no me dejaba meter baza, me resigné a ser su muñeco favorito y a dejarme peinar con un rastrillo.

 

Otra vez, Caroline me dijo:

–Tu problema es que no te ves.

Seguro. No me veo ni cuando me peino delante del espejo con un peine normal, como para verme en ese brete. En realidad, no veía nada. Ni a Caroline, ni a los compañeros con los que actuaba, ni al público…

–¡Es importantísimo escuchar al público! ¡Tómate tu tiempo!

Imposible. En mis salidas a escena, mi único propósito era hacer mutis por el foro antes de que el público tuviera tiempo de verme.

En uno de los ejercicios, Caroline dijo:

–Ha caído un meteorito.

Y, de uno en uno, mis compañeros salieron haciendo grandes aspavientos. El meteorito cada vez era más grande y más destructor. Cuando me llegó el turno, me pareció divertido que semejante piedra me hubiera caído en la cabeza y en lugar de chafarme me hubiera hecho un chichón. Así que salí llorando, me levanté el sombrero, me señalé la cabeza y dije:

–¡¡Pupa!!

Creo que la idea era buena, pero la ejecución fue tan acelerada, que no sé si alguien entendió de qué iba.

Bloqueado para hacer el payaso, eché mano de otras disciplinas: toqué la armónica, realicé movimientos de taichi...

Oía voces lejanas:

–¿Qué hace?

–No sé... No lo entiendo...

No conseguía hacer reír a nadie, pero desconcertaba a todos. Luego me enteré por el libro que presentamos, de que eso es lo peor que puede hacer un payaso.

 

Volví a salir con otros dos compañeros, un chico y una chica. Caroline dijo:

–Estais conmocionados por lo que acabais de ver.

Yo estaba conmocionado por todo. Naturalmente, ninguno sabía lo que acabábamos de ver. Nos pusimos las narices y salimos haciendo gestos de “menudo lo que hemos visto”, hasta que la compañera, inspirada, gritó:

–¡¡¡Ha volcado un camión!!!

Apoyamos sus palabras:

–¡¡¡Ha volcado un camión, ha volcado un camión!!!

La compañera, siguió inspirada:

–¡¡¡Un camión lleno de zanahorias!!!

Volvimos a apoyar sus palabras:

–¡¡¡Lleno, lleno de zanahorias, cientos de zanahorias, miles de zanahorias, millones de zanahorias!!!

La compañera estaba embalada:

–¡¡¡Venían los conejos como locos!!!

Nos centramos en los conejos locos. Miles de conejos locos.

–¡¡¡A comerse las zanahorias!!!

Todos movimos el hocico como los conejos. Caroline dijo:

–¡Quiero ver alguna zanahoria!

Me puse de puntillas y me quedé rígido.

–¿Nada más? ¿Eso es una zanahoria?

Levanté los brazos por encima de la cabeza y agité los dedos como si fueran hojitas. Intenté poner cara de haba, que me parecía lo más parecido a una zanahoria, en esas circunstancias. Creo que a mis compañeros les hizo gracia.

–Si algo funciona, repítelo.

Es lo que hice el resto del cursillo, viniera o no viniera a cuento.

 

Yo me había matriculado como de tapadillo, como con vergüenza, sin decírselo a nadie y esperando que nadie se enterara. De pronto, en un descanso, la compañera de las zanahorias me preguntó:

–Oye, ¿tú no eres josé luis cano?

Tuve que admitirlo, claro. Era sobrina de un amigo mío. Rápidamente corrió la voz:

–Es cano, el del Heraldo.

Lo que me faltaba. Primero me quitan la capucha y luego, la clandestinidad.

Sin embargo, ya ven... aquí estoy ahora, contándoles todo esto, sin ningún pudor.

Es lo que tiene hacer un cursillo con Caroline.

 

En la comida, me dijo:

–Esta tarde voy a dedicarte un rato, a ver si consigo que te veas.

Se me pusieron los pelos como escarpias sólo de pensarlo. Por la mañana le había dedicado un rato a un compañero que se empeñaba en hacer el payaso de la forma más estereotipada posible, y no me habría gustado estar en su pellejo.

Se lo agradecí calurosamente:

–Muchas gracias, Caroline, pero no pierdas el tiempo conmigo, por favor.

Argumenté que estaba allí por equivocación y que no volvería jamás. Lo dejó correr. Tampoco por eso le he dado las gracias.

 

A punto de acabar el cursillo, Caroline dijo:

–Cinco payasos.

Entre tal muchedumbre, podía camuflarme mejor. Caroline puso música. El sirtaki. Bailábamos con una sábana que, en algún momento, se convirtió en el mar. Me agarré a una esquina y empecé a soltar toda la tensión que llevaba acumulada, como si fuera el mismísimo Polifemo. Entendería que si no se acuerdan de Françoise Hardy, tampoco se acuerden de Polifemo. Estaba tan concentrado en el salvaje oleaje que producía, que no me enteré de que estaba teniendo un éxito descomunal.

Caroline me animó:

–Por fin has entrado.

O sea, que era eso: que para que tú entres, tiene que salir el payaso que llevas dentro. O viceversa, no sé. Algo así.

 

El último ejercicio consistió en imitar la actuación de un compañero. Caroline imitó a la señora agradable. Me impresionó mucho que al ponerse la nariz roja, apareciera un brillo en sus ojos que nunca había visto. Un brillo exagerado. Deslumbrante. ¿Cómo lo hace? Supongo que es una de esas cosas que no se pueden enseñar.

 

Acabé el cursillo como un perro apaleado.

Le repetí a Caroline, en plan pelmazo:

–Muchas gracias, Caroline. Encantado de haberte conocido, pero no volveré más. Ya he comprobado que esto no es para mí.

Al día siguiente, nada más levantarme de la cama, tomé una decisión:

–Volveré.

No recuerdo que aquella noche pasara nada especial, no puedo explicarles mi reacción. Supongo que fue la conclusión del cursillo, en diferido. En forma de simulación, no, porque, si me he explicado bien, habrán visto que dos días de cursillo con Caroline equivalen a diez años de psicoanálisis. En sus cursillos todo es de verdad de la buena.

 

Me compré este libro. Me lo leí dos veces seguidas con mucha atención. Lo vi todo mucho más claro y le envié un e-mail a Caroline:

–Ya he entendido de qué va esto.

Me respondió:

–Qué suerte, yo cada vez tengo más dudas.

Esta señora, aquí donde la ven, sabe más que Sócrates y Descartes juntos.

 

Mañana empiezo mi tercer cursillo. Llevo meses esperándolo. ¿Por qué? No lo sé. No soy especialmente masoquista, ni tengo ningún interés profesional en esto. ¿Entonces? Supongo que el arte del clown, como todas las demás artes, es a la vez un veneno y su antídoto, una patología y una terapia. O, a lo mejor, simplemente, es que mi nieta se ha hecho mayor y ya no tengo con quién jugar.

 

 

 

1 comentario

JR -

Excelente historia, la viví toda mientras la leía...