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de profesión incierta

Nosferatu y la Verónica

Nosferatu y la Verónica

No me digan que no tiene gracia la controversia suscitada por un obispo sobre si lo que celebramos mañana es la noche de los muertos o de los no-muertos. Con tal excusa, les propino un texto que escribí cuando, siguiendo el razonamiento de Chesterton (vean la siguiente entrada), yo tenía temperamento artístico. Les evito la primera parte en la que trataba de justificar mis extravagancias.

 

Nosferatu, el vampiro de la noche, obligado a destruir las formas de vida que le posibilitan la supervivencia (si se me permite la expresión tratándose de un no-muerto); condenado a una existencia entre tinieblas, pues quedar expuesto a la luz diurna le supone la destrucción total o, dicho de otro modo, el descanso al que sorprendentemente se niega, aunque asegure que hay cosas peores que esa muerte que con tanto celo evita; el triste vampiro, es incapaz de reflejar su imagen en un espejo (aunque Murnau pareciera ignorarlo).

Es dudoso que su imagen sólo se le revele a él y resulte invisible a los mortales (no es eso lo que sugiere Polanski), lo que a su vez nos hace dudar de que su repulsivo y entrañable aspecto le sea conocido. Igualmente ignoramos si, en tal caso, alienta el deseo de conocerlo, de conocerse, lo que pudiera ser bastante más probable. De la imposibilidad de satisfacer tal deseo nacería en él el mismo tipo de horror a las superficies especulares que siente el pintor ante el lienzo en blanco, tratando al embadurnarlo de plasmar la imagen que aparentemente le reproduzca y simultáneamente oculte la superficie delatora de su auténtica condición.

En contraposición a este triste Nosferatu, Príncipe (que no espíritu) de las Tinieblas, se alza la inesperada figura de la Verónica, retratista amateur y enragée capaz de captar su verdad en el lienzo mediante la espontaneidad de una acción afectivamente comprometida con la realidad. Características estas, por otra parte, determinantes en el éxito de su empresa, cuestión que se subraya para aprovechamiento de quienes optan por un hipotético arte comprometido elaborado sobre tácticas e ideologías.

La rotunda imagen de este mito se ve perturbada por la ambigüedad que le otorga su posición de “portadora del lienzo” (véase el Greco) situándose al otro lado del mismo en una ubicación extrapictórica que le permite una sorprendente retirada por el foro. Con lo que nos hallamos de nuevo enfrentados a la tela.

Nos queda la posibilidad de experimentarla como paño de la Verónica o, lo que es lo mismo, como tregua. Tal carácter descarta cualquier esperanza de que podamos alcanzar soluciones de ningún tipo mediante la práctica pictórica pero nuestro necesario empecinamiento evitará que, a pesar de todo, nos apartemos de ella. Enfrentado al lienzo como a un espejo, el pintor interroga las ciegas superficies tratando de obtener, más que simples repuestas, la envidiable capacidad de Alicia para atravesarlo.

 

 

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