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de profesión incierta

Rubén Enciso

Rubén Enciso

Ayer inauguró su magnífica exposición Rubén Enciso.

Este es el texto que escribí para su catálogo.

 

Là-Bas

 Rubén Enciso se acordó un buen día de su amigo misionero y, aprovechando que tenía tiempo, se fue a conocer el Chad, “el corazón muerto de África”, patria quizás de los primeros homínidos y campo de batalla de todo tipo de imperialismos y globalizaciones salvajes.

No sé si el viaje (que ha repetido y seguirá repitiendo) le cambió la vida. Lo cierto es que sus obras, desde entonces, son mejores en el más amplio sentido de la palabra.

 

Escribo estas líneas con Rubén Enciso en pleno y sorprendente proceso creativo. No sé muy bien qué derroteros tomará la exposición y supongo que ni él mismo lo sabe; así que hablaré de lo menos improbable.

 

 

1/ La estadística.

Hace años, yo pensaba que el arte limitaba por arriba con la locura y por abajo, con la estadística. Quizás siga pensándolo, pero las estadísticas que expone Rubén Enciso revelan la locura de este mundo con bastante precisión. Aún así, Enciso piensa que necesitan alguna que otra pincelada de color. Más abajo veremos por qué.

Pero, puestos a hablar de estadísticas y locuras económicas con auténtico conocimiento de causa, lo hará mucho mejor mi vecina Carmen Magallón, a la que ahora mismo cedo la palabra.

 

 

2/ Mapas.

Quizás encuentren también, no estoy seguro, algún que otro mapa en estas salas. En uno de ellos, el que representa gráficamente el desarrollo económico de los distintos países del mundo, España ocupa mucho más espacio del que se imaginan los que no llegan a fin de mes. África, en cambio, cuelga como un guiñapo en medio de los océanos. España, el punto (gordo) y África, la “i”. Pongamos los puntos sobre las “íes”, parece decir Enciso, antes de pasar a ocuparnos de lo nuestro.

África, en ese mapa que les digo, es la imagen de un ahorcado (ahogado en seco) balanceándose sobre el agua. No les extrañe, pues, encontrar más agua que arena del Sahara en unas obras que nos remiten directamente a lo que Rubén conoce del corazón africano o a lo que conocemos nosotros gracias al telediario. ¡Agua va!: África viene.

 

 

3/ Un vídeo.

Robert Desnos escribió:

“Poseo una estrella de mar (¿surgida de qué océano?), comprada a un chamarilero judío de la calle Rosiers, que es la personificación misma de un amor perdido, totalmente perdido, del que probablemente no habría conservado este emotivo recuerdo sin ella”.

Sobre esa historia de amor y desamor encarnado en la estrella de mar, Desnos escribió un poema que pasó a Man Ray, a modo de guión, y que éste convirtió en su película más famosa: “La estrella de mar”.

 

Rubén Enciso ha incluido la película de Man Ray en un vídeo. Ha cambiado, eso sí, la banda sonora original compuesta de blues, coplas y saetas, por una nueva de la que es autor Joan Chic. La música de Chic amalgama perfectamente la película de Man Ray con las imágenes añadidas por Rubén.

 

Desnos dijo de la película: “Man Ray había construido un territorio que ya no me pertenecía a mí ni tampoco completamente a él”. Ya que no pertenecía a nadie, Enciso decidió ocuparlo para hablarnos de otro territorio, esta vez, geográfico.

El encuentro y el desencuentro amoroso que se narran en la película no son metáfora del encuentro o desencuentro de Rubén con África ni del encuentro y desencuentro de cualquier inmigrante con Europa, creo yo. Si la película de Man Ray es metáfora de algo en este vídeo, sólo lo es de sí misma en tanto que icono de la Europa vanguardista, la que nos parecía deslumbrante en su estética (Enciso lo subraya añadiendo fotogramas fijos al final de la película) y desopilante en su narrativa. (Rubén y yo celebramos a carcajadas la escena en la que, cuando ella se desnuda ante él y le tiende la mano, él se levanta, se la besa muy ceremonioso y se va.) Nuestro deslumbramiento pertenece al pasado; nuestra risa, al presente. Deslumbrados entonces, no entendíamos nada de la modernidad; ahora, por fin, ya conocemos lo que tenía de juego y chiste verde todo aquello.

 

El amante melancólico de la película de Man Ray guarda el gran recuerdo de su amor en un frasco. Una estrella de mar dentro de un frasco de cristal puede ser algo tan surrealista como “el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”. La vanguardia era eso: una estrella de mar guardada en un frasco, tan “modesto como una botella”, que diría Buñuel, sobre todo si lo comparamos con el océano.

Esa Europa tan fascinante es, a la vez, tan limitada como nos advierten quienes, como Rubén, han salido de ella.

 

En el vídeo de Enciso, como su propio título indica (“Bajo la estrella de mar”), bajo “La estrella de mar” de Man Ray, las olas baten una y otra vez contra la costa, arrastrando oscuros cuerpos naufragados. Ya dijo otro surrealista que “hay otros mundos, pero están en éste”.

 

La estrella de mar, para Desnos, es como una flor de carne. Roja y palpitante como un corazón, añadiría yo. Roja y palpitante como el escondido corazón de las tinieblas.

El corazón de las tinieblas: qué título y qué novela.

“¡Ah, el horror, el horror!”, dice Kurtz, el colonizador protagonista de la novela de Conrad, en el corazón verde del África negra.

“Qu’elle est belle”, dice el poema de Desnos.

Oui, digo yo…

“Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, que todavía podemos soportar”, dijo Rilke.

 

 

4/ Otro vídeo.

“Óxido” fue primero una composición musical que Joan Chic le pasó a Rubén Enciso para que la ilustrara.

En “Óxido” encontramos el río que aparece durante un momento en la película de Man Ray o, quizás, el río que remonta Marlow buscando a Kurtz por la selva congoleña. Puede ser el Chari o puede ser el Logone, los dos ríos principales del Chad; puede ser cualquier río turolense (el Guadalaviar, por poner un ejemplo); incluso, si me apuran, puede ser el famoso río de Jorge Manrique.

A lo largo del vídeo, confirmando las tesis de Heráclito, el río no es dos veces el mismo río.

En un momento dado, las ondas del agua y el trabajo informático se apaciguan un poco y, por debajo de la belleza deslumbrante de la corriente, descubrimos en el lecho enfangado un neumático viejo. (Quizás no fuera exagerado volver a exclamar: el horror, el horror... o, por lo menos: lo cutre, lo cutre...)

El neumático, junto al reflejo o la sombra de los troncos de los árboles sobre la corriente, puede ser, también, una siniestra metáfora de lo que queda, a estas alturas, de “Punto y línea sobre (bajo) el plano”, de Kandinsky, el libro que marcó todo el camino formal e informal de la pintura moderna. Pero el neumático, más que un punto es un agujero, elemento que Picabia consideraba como la perfecta metáfora del arte y su destino. Enciso se encontró la metáfora por casualidad pero reconoce que preñó de sentido su obra.

 

 

5/ Otras obras.

Creo que Rubén Enciso volvió de África más consciente de su pertenencia a la cultura grecolatina.

Camus añoró, frente a un atardecer en el mar Mediterráneo, el inmenso respeto que los griegos sentían por la belleza, que es tanto como decir, por la naturaleza y sus límites. El respeto a los límites es lo que separa la cultura clásica de la cultura moderna. Hemos perdido el miedo a la venganza de las Erinias, creyendo que eso era el progreso, sin recordar la sentencia de Heráclito: “Presunción, regresión del progreso”.

También Camus, hace 60 años exactamente, vaticinó el presente que padecemos: “Nuestra razón ha hecho el vacío. Y, al fin solos, concluimos nuestro imperio en un desierto”.

Es el precio que debemos pagar por haber olvidado que no sabemos nada, justo lo que los sabios griegos nos enseñaron.

 

¡Ah, los griegos, los griegos!, que diría Enciso.

Siendo estudiantes, a la entrada de un examen de Historia del Arte, Rubén nos confesó que sólo se había preparado “los griegos”. Al pasar al estrado, el catedrático enunció el tema:

      El siglo de Pericles.

Rubén guardó silencio como si fuera Sócrates, el que sólo sabía que no sabía nada. Le faltó, ante la irritante insistencia del catedrático, decir como el maestro taoísta importunado por el discípulo:

      ¡Que ya te he oído!

Pero volvió a su asiento sin abrir la boca.

 

Camus, como Rubén Enciso, el más “camusiano” de nuestros artistas, no entendía la belleza sin el compromiso con los hombres e, invirtiendo los términos, nos advirtió: “Todos cuantos luchan hoy por la libertad, combaten en último término por la belleza”.

 

Enciso, en esta exposición tan africana, no ha hecho ninguna concesión al africanismo. Y no lo ha hecho con premeditación y alevosía. Admira, como sólo él sabe admirar, la belleza del arte tradicional africano, pero es muy consciente, tras su paso por África, de que, bajo esas máscaras, se oculta una sociedad animista capaz de encontrar un culpable de carne y hueso para cada calamidad natural que padezca. Un culpable que será arbitrariamente castigado como no se merece. Tras la bella máscara que encandiló a las vanguardias, intuimos, una vez más, el horror, el horror. Claro que, a veces, en esas máscaras, el horror que esconden resulta tan obvio que dan miedo. Rubén Enciso ha preferido no obviarlo y dejar que cada palo aguante su vela.

En sus últimas obras, sencillamente, retrata a la gente que ha conocido en sus viajes africanos. Sus modelos se abren paso con energía entre la exquisita armonía de los campos de color, entre el depurado equilibrio de las formas, entre la belleza más sofisticada y civilizada que podamos encontrar por estas tierras.

Y toda esa belleza, no hace falta que se lo recuerde, no es sino el “comienzo que aún podemos soportar” de nuestros propios horrores.

 

 

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